Jueves 11 de abril de 2024. Hospital Universitario Virgen Macarena de Sevilla. El trasiego de gente es continuo. En la acera exterior, junto a la barrera que regula la entrada de vehículos, hay un quiosco ultramoderno de la ONCE. Tras la valla, en la explanada de acceso al edificio que aloja las consultas externas se alza otro quiosco de la ONCE, también de última generación. Fuera del recinto, en la calle Doctor Marañón desde donde se accede al servicio de Urgencias, dos vendedores más de cupones pululan por las aceras, a no muchos metros el uno del otro.

A las puertas de las clínicas privadas no acostumbran a apostarse vendedores de la ONCE. La clientela es más selecta, los pacientes suelen pertenecer a familias no ricas pero sí más acomodadas que aquellas cuyos miembros son usuarios habituales de la sanidad pública; los pacientes de la sanidad privada son gente que en general no pasa apuros, clase media, media alta o directamente alta a las que la crisis financiera de 2008 erosionó pero no descabalgó. La gente acomodada suele jugar menos a la lotería. 

Paciente rico, paciente pobre

Para quien no conozca la zona, la ubicación del complejo público Virgen Macarena puede resultar desconcertante a primera vista. Está situado junto a la majestuosa fábrica renacentista del Parlamento de Andalucía: enclave engañoso porque en realidad el barrio está mayoritariamente habitado por familias más bien modestas; de hecho, el Macarena es uno de los distritos electorales de la capital andaluza donde la izquierda sigue siendo la opción hegemónica.

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Nada como darse una vuelta por el complejo y observar a la gente para identificar el perfil socioeconómico de los usuarios de la sanidad púbica. Gente que no malvive, pero a la que no le sobra el dinero. Dese el improbable lector ese mismo paseo por alguna de las clínicas privadas de la milla de oro de Sevilla, en la avenida de la Palmera, y verá, sin necesidad de acudir a estadísticas, cuál es el perfil del usuario habitual de la sanidad privada: no es gente rica, un funcionario, pongamos por caso, no lo es en absoluto, pero está sin duda mejor situada que los pacientes del Macarena. Y probablemente sus hijos acudan a un colegio concertado, gratuito pero solo en teoría, en realidad, muy muy en teoría: las cuotas ilegales que los centros concertados obligan a pagar a las familias son lo bastante disuasorias como para convencer a las familias modestas de buscarse un colegio público. 

Educación con clase

La derecha española ganó en los años 80 la batalla de la educación al garantizarse la financiación pública de la red de centros privados, la mayor parte de ellos de la Iglesia. En ellos, la calidad de la enseñanza no es superior a la que se imparte en los centros públicos, pero sí lo es el estatus socioeconómico y cultural de las familias de los alumnos: lo que el Estado financia realmente no es una enseñanza más religiosa o más avanzada, según los casos, lo que financia es el rango social de los compañeros de pupitre de los chicos. El dinero público paga el perfil de los amiguitos que los padres quieren para sus hijos. Se trata, en todo caso, de un modelo educativo que no tiene vuelta atrás. Ya no cabe revertirlo.

La otra gran batalla en la que la derecha está fuertemente comprometida es la sanidad. Ganaron la batalla educativa y ahora están empeñados en ganar la batalla sanitaria. La victoria consiste básicamente en lo mismo que en el frente educativo: dinero público para financiar una sanidad en manos de grupos privados. Del mismo modo que en la educación no se trataba de financiar unos centros de mejor calidad o de carácter más confesional, en la sanidad tampoco se trata de garantizar la viabilidad de clínicas con mejores tratamientos o una tecnología más puntera, sino de llenarlas de usuarios habituados a hacer cola ante los quioscos de la ONCE.

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Los datos son inequívocos: en los últimos años viene produciéndose un fuerte incremento del volumen de familias que contratan un seguro privado y del porcentaje de intervenciones quirúrgicas y estancias hospitalarias en centros médicos privados. Como las de la educación concertada, las ventajas de la sanidad privada no son propiamente médicas sino más bien sociales, las habitaciones son más confortables y apenas se ven pobres en las consultas o en los pasillos, con lo cual quienes las frecuentan tienen la sensación unos, los menos pudientes, de haber ascendido de clase social y otros, los más acomodados, de no mezclarse con la chusma. La sanidad privada golea a la pública en todo lo que son apariencias, pero sale derrotada en aquello que no se ve a simple vista: los tratamientos, la tecnología, la fiablidad, el gasto real en curar una dolencia grave... 

Las jugadas del diablo

Es sabido que las dos comunidades situadas a la cabeza en la promoción de la sanidad privada son Madrid y Andalucía, aunque la primera sigue muy por delante de la segunda. Madrid es la región con el índice más alto de sanidad privatizada; Andalucía ocupaba el puesto 15 hace unos años, pero ya ha escalado al puesto 6. La estrategia sanitaria de Moreno Bonilla va en la misma dirección que la de Díaz Ayuso, pero sin hacer ruido ni presumir de ello. Moreno es una mosquita muerta y Ayuso una mosca cojonera. 

Se dice que la mejor jugada del diablo fue hacer creer a la gente que no existía. Pues bien, la derecha ha seguido sus pasos: su mejor jugada hasta ahora ha sido hacer creer a los pobres que lo mejor para ellos es que los ricos paguen pocos impuestos. Ahora tiene las manos ocupadas en esta otra jugada, no menos real pero rara vez proclamada en los discursos públicos: la de hacer creer a lo que queda de las clases medias y a los vecinos de distritos populares como el Macarena de Sevilla que la sanidad pública es un despilfarro y que la privada es no solo mejor sino, si bien se mira, prácticamente milagrosa: entras en una de sus clínicas siendo pobre y sales de ella fantaseando con que has dejado de serlo.

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