Uno no puede ser europeísta de día y antieuropeísta de noche; vamos, que uno no puede ser europeísta de conveniencia, u oportunista, sino de convicción. Vaya dirigida esta admonición a todos aquellos que, desde el mismo instante que se conoció la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) sobre la inmunidad de Oriol Junqueras como miembro electo del Parlamento Europeo, han explotado, los unos con grandes explosiones de júbilo, los otros con airadas manifestaciones de protesta. Estas reacciones extremas pueden ser hasta cierto punto comprensibles por razones emotivas o de pasión, pero ni unas ni otras están en modo alguno justificadas. Como no lo están tampoco las interpretaciones, por lo general interesadas y capciosas, que unos y otros han hecho y hacen sobre los niveles de calidad y credibilidad de los tribunales españoles de justicia que se desprenden del dictamen emitido por el citado TJUE.

Nuestro Estado social y democrático de derecho está sujeto, desde el ingreso de España en la UE, al conjunto del ordenamiento jurídico comunitario. Ello da un plus de garantismo a un sistema legal considerado ya muy garantista. De ahí se equivocan por completo aquellos que proclaman que defienden nuestro Estado de derecho mientras atacan las resoluciones judiciales europeas. Y de ahí también yerran de medio a medio quienes aprovechan sus supuestas defensas de las sentencias de los tribunales europeos para arremeter contra el Estado social y democrático de derecho que es España desde hace ya más de cuarenta y un años.

En este caso no nos es necesario recurrir a ningún archivo, hemeroteca, fonoteca o videoteca. Tenemos tantos ejemplos tan recientes que basta con recordar sonoras declaraciones enfáticas de antiindependentistas varios, que han utilizado hasta la saciedad las decisiones políticas y judiciales de las más diversas instancias de la UE para descalificar por completo al movimiento secesionista catalán. También tenemos muchos otros ejemplos, igualmente recientes, de separatistas catalanes diversos que en repetidas ocasiones se han rasgado sus vestiduras porque se han sentido maltratados, ninguneados o despreciados por muchas decisiones, iniciativas y declaraciones de importantes órganos de la UE.

Unos y otros harían bien en moderar sus voces, en rebajar el tono y, sobre todo, en no dar ningún trámite por concluido. El problema que plantea el reto del separatismo catalán es un conflicto grave, y por tanto de resolución difícil, costosa y previsiblemente lenta. Es un conflicto que no se resolverá jamás en los tribunales de justicia, ni en los españoles ni en los europeos. Entre otras razones, porque no es un conflicto judicial ni jurídico, al menos en su esencia. Es un conflicto eminentemente político pero asimismo es un conflicto institucional, social, territorial, económico, cultural… Es un conflicto en el que se entrecruzan emociones, pasiones y sensaciones, intereses económicos y de poder, sentimientos identitarios, raíces lingüísticas y culturales…

Un conflicto de esta envergadura no se resolverá nunca en un tribunal de justicia. No se conseguirá jamás desde el oportunismo o la conveniencia, sino desde la convicción. Su única posibilidad de resolución, a corto, a medio y sobre todo a largo plazo, llegará solo desde la voluntad de un diálogo franco y leal, basado en el deseo compartido de negociar, transaccionar y lograr un acuerdo, a ser posible sin vencedores ni vencidos. Un acuerdo que únicamente será posible y útil si se hace desde el respeto a la ley. A la ley española y europea. Por ahora el TJUE ha marcado una vía a seguir. “Dura lex sed lex”.