La España más oscuramente española regresa este último y luminoso domingo de mayo a las calles de Madrid para recordar una vez más a los españoles insuficientemente españoles que viene el lobo y se llama Pedro. Los términos de la convocatoria los explicitó tres semanas atrás el portavoz popular Borja Sémper, quien precisó que la manifestación en plena campaña de las elecciones europeas del 9 de junio era contra “la ley de amnistía, la política de bulos de Pedro Sánchez y la sospecha de corrupción sobre su Gobierno, su partido y su entorno”. 

Cuando alguien, improbable lector, te pregunte qué piensas de Borja Sémper, antes de dar una respuesta apresúrate a preguntar a tu interlocutor: “¿Borja Sémper? ¿Cuál de ellos?” El templado dirigente vasco que en enero de 2020 anunciaba el abandono de la política activa porque el PP de Pablo Casado ya no era el partido “liberal y moderado” que él defendía ha pasado a engrosar las selectas filas de los conversos de sí mismos que se han ido dando a conocer en los últimos años: Cebrián, Savater, Azúa, Trapiello, Prego, Redondo o Leguina. O el mismísimo Felipe González, que esta semana parecía dejar atrás al resto de apóstatas sobrevenidos, meros aprendices comparados con el Hombre llamado ‘Dios’. 

Cráneos privilegiados

“Yo creo que será útil escuchar a alguien con tu sentido común, aunque algunos te llamen antiguo”, decía a modo de presentación su entrevistador Pablo Motos, cuyo sentido común es del todo coincidente con el sentido común del nuevo Felipe. Hubo un tiempo en que toda España era felipista; hasta el pobre Manuel Fraga llegó a tener algo de felipista, él, que había sido tan franquista y tan antisocialista como el que más. A González le sucede un poco como al periodista Pedro J. Ramírez o al propio exministro franquista de Información y Turismo: son tipos tan condenadamente listos que se sienten igual de cómodos y confianzudos defendiendo una cosa y su contraria. La culpa no es de ellos por cambiar, sino de las malditas cosas por cambiar –o pretender seguir siendo las mismas– sin pedir permiso. Sin pedir permiso a ellos, se entiende.

Los mimbres de la concentración desmesuradamente españolista de hoy en Madrid los detalló en su día el portavoz del PP en la Asamblea de Madrid, Carlos Díaz-Pache: “Es una nueva concentración en defensa de los jueces, de los periodistas, de todos los que tienen que ver con los poderes del Estado que quedan independientes”. Al portavoz de la presidenta madrileña Isabel Diaz Ayuso solo le faltó añadir: no digo que me lo mejores, solo iguálamelo. Seguramente González se lo habría igualado si el programa de Motos llega a durar un poco más.

La traición juega al escondite

La amnistía como variación insoportable del tema de la traición a España vuelve a las calles de Madrid a dos semanas de las elecciones europeas, aunque lo hace después de haber desaparecido oportunamente antes y durante la campaña de las elecciones catalanas del 12 de mayo, cuando el PP decidió esconderla porque hablar de ella en Cataluña no estaba demasiado bien visto y era un mal negocio electoral. 

Como aquellos cuatro corazones con freno y marcha atrás que ideó Enrique Jardiel Poncela en una de sus comedias más célebres, la amnistía en versión del Partido Popular también tiene freno y marcha atrás. Se dirá, no sin razón, que la propia política tiene mucho de actividad con freno y marcha atrás –que se lo digan si no a Borja Sémper–, pero el caso del PP y la amnistía sobrepasa con mucho esa volubilidad general, pues no puede ser que una ley vaya un día a acabar con la igualdad, la Constitución y la división de poderes y al día siguiente se tome tan ricamente un par de semanas de vacaciones, justo las que dura una campaña electoral. El regreso de la amnistía a su febril actividad laboral de los últimos seis meses se prolongará seguramente hasta las próximas elecciones generales: si tras ellas Alberto Núñez Feijóo consigue al fin ser presidente del Gobierno, la amnistía disfrutará de unas largas y merecidas vacaciones, antesala de la plácida jubilación que le espera. 

Un cierto Estado

Hagan, en fin, el ruido que hagan las derechas hiperespañolas de hoy en adelante, la amnistía otorgada al independentismo montaraz puede acabar reportando un noble servicio político al país, mas no por ello, ciertamente, podrá nunca el Gobierno borrar el origen descaradamente plebeyo de la misma: hay ley de gracia porque Sánchez necesitaba los votos del líder de los amnistiados para ser presidente, del mismo modo, por cierto, que hay una ciega oposición judicial a ella no porque sea una ley flagrante e insoportablemente inconstitucional, que eso está por ver, sino porque Carles Puigdemont logró exitosamente burlar a la justicia española, y burlas así no pueden perdonarse.

En eso, los jueces quizá se parecen un poco a Felipe González 'Dios', que a su manera se siente burlado por un mindundi sin escrúpulos como Pedro Sánchez que no es ni la mitad de clarividente que él, alguien a quien, como llegó a proclamar él mismo de Fraga, "le cabe el Estado en cabeza". En realidad, tanto a Fraga como a González lo que les cabía en la cabeza no era tanto el Estado como un cierto Estado, una determinada forma de él, un Estado plácidamente autonomista, o mejor aún, sin Estado sin independentistas catalanes. O todavía mejor: un Estado sin catalanes. Y, por supuesto, un Estado sin Pedros Sánchez, ¡coño!