El guion, escrito no a dos ni a cuatro sino a miles de manos por jóvenes y menos jóvenes de todo el país, resultaba algo deslavazado pero su autenticidad era inequívoca. La indignación era cierta. Las reivindicaciones eran justas. Estrenada hace ahora diez años, la obra del 15-M fue un gran éxito de crítica e incluso de público; su mensaje, ciertamente, no fue olvidado, pero su impacto político e institucional fue mucho más modesto que su franqueza emocional y su impacto mediático.

Al 15-M español le pasó un poco lo que a la primavera árabe en la que se inspiró: sus imágenes dieron la vuelta al mundo, pero su trascendencia política real no llegó mucho más allá de la vuelta de la esquina.

Lo nuevo se hace viejo

Además de nacer uno nuevo como Podemos, los partidos de izquierdas asumieron el paquete de reivindicaciones que atronaron las plazas de las ciudades hace diez años, pero esos partidos aún tardarían siete u ocho años en alcanzar el poder y, cuando lo hicieron, constataron que su mayoría parlamentaria era tan escueta y estaba tan cogida con pinzas que su capacidad real de traducir institucionalmente los sueños del 15-M era muy limitada.

El 15-M nos trajo, se dice, el fin del bipartidismo y el cuestionamiento del llamado ‘régimen del 78’, pero diez años después ya no estamos seguros de que ambas cosas fueran buenas. En el sistema de partidos irrumpieron Podemos, hoy en sus horas más bajas, y Ciudadanos, hoy más muerto que vivo, pero también lo haría más tarde Vox, cuya conexión con los dos primeros es que el caldo de cultivo en que nacieron los tres era el descrédito de los políticos: un descrédito mucho menos vinculado a las imperfecciones de la democracia o a los casos de corrupción que al resentimiento de los ciudadanos, bien debido a los sufrimientos provocados por la crisis económica y a la ineptitud de la política para paliarlos, bien debido a la impotencia, la incomprensión y la cólera provocados por el conflicto catalán.

Del rencor social nacido de la falta de un horizonte laboral digno, de la injusticia de los desahucios o de los privilegios de las élites nació Podemos; del rencor patriótico vinculado a la impotencia para embridar la deriva independentista nació primero Ciudadanos y más tarde Vox.

Hacia 2011, la conducta de la mayoría de los políticos no era muy distinta ni desde luego mucho peor de la que había venido siendo desde la Transición. Lo nuevo hace diez años fue el súbito descubrimiento de que, en contra de lo que creíamos y de lo que tantas veces nos habían prometido, los políticos no eran capaces de cuidar de nosotros. Desde el puente de mando de la nave del Estado que presumían de gobernar no alertaron de la pavorosa galerna que se nos vino encima en 2008 ni fueron capaces después de atender debidamente a los náufragos o garantizar a los supervivientes un puerto seguro donde refugiarse.

El 15-M soñó con acabar con la vieja política, pero tardaría todavía algunos años en advertir que toda política nueva se vuelve vieja si las instituciones que vino a cambiar permanecen tal como estaban. Lo que en el fondo estaba reclamando el 15-M era el regreso a las seguridades institucionales que estuvieron vigentes durante las tres décadas doradas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial: sanidad y educación universales y gratuitas; protección social; sueldos decentes; empleos estables; fiscalización efectiva de la acción política; acceso asequible a una vivienda sin tener que estar hasta los 30 años compartiendo piso con desconocidos…

Y los impuestos, ¿qué?

Significativamente, una reforma fiscal progresiva, rigurosa y en profundidad nunca figuró entre las reivindicaciones más visibles y prioritarias del 15-M, y ello a pesar de que el blindaje del estado del bienestar que reclamaban los jóvenes airados de entonces nunca sería realmente viable sin una fiscalidad distinta: la fiscalidad, por cierto, que ahora empiezan a proponer la OCDE o el FMI y a implementar Joe Biden en Estados Unidos (quién sabe, tal vez el 15-M haya tenido algo que ver en ese cambio).

El 15-M no prestó atención al hecho de que las cosas que pedía -pongamos por caso: el problema habitacional se resuelve con la construcción masiva de vivienda pública, lo que a su vez requiere un ambicioso esfuerzo presupuestario- solo podían pagarse de dos maneras: o con más deuda pública, en cuyo caso el Estado seguiría en manos de los odiados banqueros, o con más impuestos, en cuyo caso la batalla sería larga porque quienes tienen más dinero no quieren pagar más impuestos sino menos.

Al cabo de diez años, una de las enseñanzas del 15-M es que conviene que seamos cuidadosos en la administración de nuestro desprecio de la política y de los partidos, porque si no lo somos abrimos la puerta a partidos como Vox.

Los políticos, como las instituciones que dirigen, tienen cierta semejanza con la célebre paloma de Kant que pensaba que el aire era un impedimento para volar mejor, cuando en realidad es la condición misma sin la cual todo vuelo es imposible.