El comunicado de La M.O.D.A. no ha dejado lugar a dudas. Con la misma firmeza con la que han construido una carrera musical al margen de las grandes discográficas, los de Burgos han anunciado su adiós a los festivales vinculados al fondo de capital riesgo KKR. La banda ha dejado claro que, aunque lamentan la decepción que puedan causar a sus seguidores, sus principios éticos están por encima de cualquier compromiso profesional. Su comunicado se une así a una lista cada vez más larga de voces que, desde el arte, están denunciando la opacidad financiera y las implicaciones éticas de los fondos de inversión que han entrado con fuerza en la industria de los festivales.
Este movimiento no es un hecho aislado. La semilla de esta protesta fue plantada hace meses, cuando múltiples cantantes tomaron la valiente decisión de cancelar sus actuaciones en los festivales relacionados con el KKR. La cantante gaditana Judeline fue una de ellas, cancelando su actuación en el Festival Internacional de Benicàssim (FIB). Su justificación fue clara y contundente: el festival, a través de su matriz Superstruct Entertainment, es propiedad del fondo KKR, una entidad con inversiones en empresas vinculadas a la ciberseguridad y la gestión inmobiliaria en territorios ocupados de Israel. Judeline fue de las primeras en dar la cara, en un gesto que muchos interpretaron como el inicio de una nueva era de activismo en la música española, donde la moralidad pesa más que el contrato.
Poco después, el puertorriqueño Residente, una figura global del hip-hop conocida por su activismo político, siguió el mismo camino. En un comunicado que se hizo viral, el artista anunció que se retiraba tanto del FIB como del Morriña Fest, ambos con lazos con el mismo fondo. Residente fue más allá, declarando que “no podía participar ni un solo segundo en nada relacionado con esta tragedia”, refiriéndose al conflicto en Palestina.
El caso de La M.O.D.A. es particularmente significativo, ya que la banda siempre ha mantenido una posición crítica y comprometida con las causas sociales. Su música, anclada en la tradición del folk-rock y con letras cargadas de crítica social, ha resonado con una audiencia que valora la autenticidad y el compromiso. Su retirada de los festivales es una extensión natural de su discurso, una prueba de que su ética no se limita a las letras de sus canciones, sino que se extiende a cada una de sus decisiones profesionales. En su comunicado, la banda de Burgos ha manifestado que su ausencia es por “dignidad y coherencia”, palabras que resuenan en un panorama musical cada vez más mercantilizado.
Hola!
— La M.O.D.A. 𐁇 (@estoesLaMODA) September 1, 2025
Queremos contaros que hemos decidido no tocar en ninguno de los festivales vinculados con el fondo KKR mientras ese vínculo se mantenga.
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La entrada de KKR en la industria de la música no es casual. El fondo, uno de los gigantes del capital riesgo, ha visto en los festivales una oportunidad de negocio de alto rendimiento. Con la adquisición de Superstruct Entertainment, KKR ha logrado hacerse con el control de algunos de los eventos más rentables y prestigiosos de Europa, como el FIB, el Waking Life o el Sónar. Sin embargo, lo que para ellos es una inversión estratégica, para los artistas y sus seguidores se ha convertido en una pesadilla ética. El capital riesgo, por su naturaleza, busca maximizar beneficios a toda costa, y en el caso de KKR, esto ha implicado, según las denuncias de diversas organizaciones de derechos humanos, invertir en empresas que operan en sectores estratégicos en Israel y en negocios inmobiliarios en territorio palestino ocupado.
Para los artistas, actuar en festivales bajo el paraguas de KKR supone, aunque de forma indirecta, legitimar y contribuir a la financiación de intereses económicos que consideran incompatibles con sus valores.
Las consecuencias de este movimiento ya se están sintiendo. Los festivales afectados se enfrentan no solo a la pérdida de artistas de primer nivel, sino también a una crisis de credibilidad. La presión de las redes sociales y el escrutinio público están obligando a los promotores a tomar posición o, al menos, a dar explicaciones sobre la procedencia de sus fondos. La industria, acostumbrada a operar en las sombras de las grandes transacciones, se ve ahora obligada a rendir cuentas ante una audiencia y unos artistas cada vez más informados y exigentes.
El caso de La M.O.D.A. no es el final de la historia, sino un nuevo capítulo en una lucha por la coherencia ética en la cultura. La música, una vez más, se convierte en un arma de protesta, un altavoz para las causas que importan y un recordatorio de que, incluso en el mundo de los grandes negocios, el arte puede y debe mantener su integridad.