La madrugada del 19 de octubre de 2025, París volvió a despertar con un sobresalto. Cuatro ladrones encapuchados irrumpieron en la Galerie d’Apollon del Museo del Louvre y, en apenas siete minutos, se llevaron un conjunto de joyas históricas vinculadas a la Corona francesa y al periodo napoleónico. Aprovecharon unas obras de mantenimiento para acercarse con una plataforma elevadora a una ventana lateral, forzaron el acceso, rompieron vitrinas blindadas con herramientas eléctricas y huyeron antes de que la policía pudiera reaccionar.
El botín, según fuentes del museo, incluye piezas de oro y diamantes de valor incalculable. Los delincuentes dejaron caer en su huida la corona de la emperatriz Eugenia, recuperada horas después. Las autoridades francesas, encabezadas por la ministra de Cultura, Rachida Dati, y el ministro del Interior, Laurent Nuñez, calificaron el golpe de “altamente profesional”. El presidente Emmanuel Macron prometió una investigación a fondo y reforzar la seguridad del museo más visitado del mundo.
El caso del Louvre no es un hecho aislado. Forma parte de una larga tradición de robos culturales que, desde hace más de un siglo, han puesto en jaque a museos, coleccionistas y gobiernos. Detrás de cada uno hay planificación, conocimiento técnico y, sobre todo, una comprensión precisa de cómo vulnerar el punto débil de las instituciones.
De la Mona Lisa al Green Vault: una historia de audacia y errores
La historia del arte está atravesada por robos tan cinematográficos que, en ocasiones, terminaron por alimentar la leyenda de las propias obras. El primero y más famoso ocurrió también en el Louvre, en 1911, cuando Vincenzo Peruggia, un humilde cristalero italiano que había trabajado en el museo, ocultó la Mona Lisa bajo su abrigo y salió por la puerta principal un lunes en que el recinto estaba cerrado al público. Su propósito, según declaró después, era “devolverla a Italia”. La pintura reapareció dos años más tarde en Florencia. Paradójicamente, fue aquel robo el que transformó a la Gioconda en el icono mundial que es hoy.
Décadas después, en 1990, el Museo Isabella Stewart Gardner de Boston sufrió uno de los robos más sonados del siglo XX. Dos hombres disfrazados de policías entraron de madrugada, maniataron a los guardias y se llevaron 13 obras maestras, entre ellas un Rembrandt, un Vermeer y un Manet. Ninguna de ellas ha sido recuperada. El museo mantiene los marcos vacíos colgados en las paredes como recordatorio de aquel golpe que sigue impune y cuya recompensa, de diez millones de dólares, continúa vigente.
Otro episodio reciente que sacudió a Europa fue el robo del Green Vault, en Dresde, Alemania, en 2019. Un grupo organizado incendió un cuadro eléctrico para provocar un apagón, cortó las rejas de una ventana y penetró en la cámara del tesoro de la antigua residencia real sajona. Se llevaron joyas del siglo XVIII valoradas en más de 100 millones de euros. Años después, la mayoría de las piezas fueron recuperadas gracias a la cooperación internacional, pero el golpe evidenció la capacidad de los clanes criminales para planificar ataques de precisión.
En los Países Bajos, el robo del Kunsthal de Róterdam en 2012 confirmó otra tendencia: la velocidad como arma. En menos de tres minutos, un grupo de ladrones sustrajo siete cuadros de Picasso, Monet, Matisse y Gauguin. Las obras nunca se han localizado. Algunas versiones aseguran que fueron destruidas para eliminar pruebas. La brutal eficacia de la operación reabrió la discusión sobre la escasez de vigilancia en salas nocturnas y la vulnerabilidad de museos medianos.
También en París, en 2010, un ladrón apodado el “Spiderman” accedió al Musée d’Art Moderne escalando por la fachada y se llevó cinco obras de maestros modernos, entre ellas lienzos de Modigliani y Matisse. Más tarde confesó que las alarmas no funcionaban correctamente. La investigación demostró que la alta tecnología, si no se mantiene, es inútil ante un ladrón experimentado.
Noruega, por su parte, fue escenario de uno de los episodios más repetidos de la historia del arte: el robo de El grito de Edvard Munch, sustraído en dos ocasiones -1994 y 2004- y recuperado finalmente en 2006. El primer robo ocurrió en 1994, cuando dos ladrones escalaron una ventana de la Galería Nacional de Oslo y se llevaron el cuadro en menos de un minuto, dejando una nota sarcástica: “Gracias por la falta de seguridad”. Fue recuperado tres meses después en una operación conjunta de la policía noruega y el FBI.
Diez años más tarde, en 2004, otros dos hombres armados irrumpieron a plena luz del día en el Museo Munch y se llevaron una versión posterior de El grito y Madonna ante decenas de turistas. Las imágenes de los encapuchados huyendo con los cuadros dieron la vuelta al mundo y obligaron al cierre temporal del museo. Las obras fueron recuperadas en 2006, con algunos daños reparables, tras una operación policial encubierta
Y si hablamos de robos fuera de los museos, España conoce bien el caso de las pinturas de Francis Bacon sustraídas en 2015 del domicilio madrileño del coleccionista José Capelo. De las cinco obras robadas, cuatro se han recuperado tras casi una década de investigación. La Policía Nacional ha seguido el rastro de redes internacionales de receptación que mezclan arte, blanqueo y crimen organizado.
Pero surge una pregunta inevitable: ¿por qué robar lo que no se puede vender? En la mayoría de los casos, las obras son demasiado famosas para circular en el mercado legal. Los investigadores apuntan a tres posibles motivaciones. La primera, los encargos privados, por parte de coleccionistas dispuestos a pagar por poseer obras que jamás podrán exhibir. La segunda, el uso de las piezas como moneda de cambio en operaciones criminales, especialmente en el narcotráfico. Y la tercera, el rescate: negociar con los seguros o los propios museos a cambio de recompensas o reducción de condenas.
El mercado negro del arte mueve miles de millones de euros al año y es, según Interpol, uno de los tres más rentables del mundo, junto al tráfico de drogas y de armas. Las joyas napoleónicas sustraídas del Louvre podrían terminar desmontadas, con sus gemas revendidas en circuitos opacos. Por eso, las autoridades insisten en la importancia de la trazabilidad de materiales y el uso de marcadores químicos o micrograbados que faciliten la identificación.
El lado oscuro de la fama
Existe, además, una paradoja: los robos no solo dañan el patrimonio, también alimentan la leyenda de las obras. La Mona Lisa se convirtió en el cuadro más famoso del planeta tras su secuestro en 1911. Lo mismo ocurrió con El grito de Munch, cuyo robo duplicó las visitas al museo tras su recuperación. En una cultura mediática, la notoriedad de la pérdida puede multiplicar el valor simbólico de lo robado.
El golpe al Louvre, aunque no afectó a la Gioconda ni al Diamante Regente, ya ha logrado lo que los delincuentes quizá buscaban: situar sus joyas en la portada de todos los medios del mundo. La historia del arte, una vez más, se escribe no solo con pinceles, sino también con cerrojos forzados.
Mientras tanto, las vitrinas vacías del Louvre son ahora una advertencia. El “manual del atraco contemporáneo” sigue abierto, escrito por ladrones que entienden tanto de arte como de vulnerabilidades. Y cada robo, por espectacular que sea, deja una misma enseñanza: el patrimonio cultural, más allá de su valor económico, sigue siendo el botín más frágil de la civilización.
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