'Raíz dulce' (Candaya, 2024), del poeta sevillano Juan F. Rivero, es una oda a todo aquello que la nada nos deja. El trayecto, las relaciones, lo vital, la poesía. El testimonio de un personaje llamado Juan lleva al lector a participar de un duelo y del camino que representa la finitud de la existencia. El lenguaje danza para revelarnos la lucha que sostiene un individuo con sus miedos. El libro está compuesto por siete poemas que, a su vez, hilan diversos géneros literarios. En estas páginas todo suma, como la vida misma, como la imaginación. 

¿Quién es Juan F. Rivero?

Juan F. Rivero (Sevilla, 1991) es poeta, traductor y editor, con especialidad en clásicos literarios. 'Raíz dulce' es su tercer poemario; antes publicó 'Canícula' (2016, 2019) y 'Las hogueras azules' (2020), por el que recibió el Premio Libro del Año 2021 del Gremio de Librerías de Madrid.

Cubierta Raíz Dulce

Entrevista con Juan F. Rivero

Edgar Borges: Tu libro nos introduce en una historia, en un recorrido que se balancea entre la herida y la sanación. Hay un forcejeo entre el lenguaje y el cuerpo, en un intento de interpretación del primero y una constante defensa de libertad del otro. ¿Existe este combate, es racional? 

Juan F. Rivero: Raíz dulce es un libro de duelo en el que un personaje (el Juan F. Rivero narrador, al que sus interlocutores se dirigen simplemente como «Juan») se enfrenta en el lenguaje a una herida que hasta entonces no ha podido cerrar de otro modo. Tanto los seis poemas —digamos convencionales— de la primera parte como el largo poema entre la prosa y el verso de la segunda tienen como destinatario a una persona muerta, y por supuesto él es consciente de que nadie le va a contestar. En ese sentido, la suya no es una lucha contra el lenguaje en general —pues tiene que valerse de él para volver al mundo— sino contra una dimensión nostálgica de su lenguaje que, por estar empapada de melancolía, le impide reincorporarse a su vida anterior. El poemario, por ello, no representa sino el largo camino psicológico y emocional hacia la aceptación de la muerte como un aspecto constitutivo y definitorio de nuestra existencia. Una muerte que, en este caso, se presenta tal y como es: sin la esperanza religiosa de una vida ultraterrena, en la que yo no creo. La magia, o quizás sencillamente lo asombroso de esta aceptación materialista de la vida está en que, precisamente cuando asumimos con todas sus consecuencias la verdadera dimensión de la fragilidad humana, el milagro que la vida supone brilla en todo su esplendor. Somos materia que tomó consciencia de sí misma, como decía Carl Sagan; cuerpos independientes y, hasta cierto punto, tan libres de asomarse al espantoso abismo de la nada como de reconocer en él el privilegio de existir. En realidad, yo diría que la lucha no se da entre el lenguaje y el cuerpo, sino entre un individuo y los miedos que, corrompiendo su lenguaje, corrompen en última instancia el resto de su mundo.

E.B:  Al terminar 'Raíz dulce', sentí que había leído una oda a la nada. ¿Tú lo concebiste así? 

J. F. R: Me parece que sí puede entenderse así, pero habría que tomar en cuenta lo que he dicho hace un momento. La nada a la que yo le canto es una nada fértil. Es el vacío que, precisamente por serlo (o estarlo), es susceptible de alumbrar el mundo y de llenarse de él. Creo que Francisca Aguirre lo expresó muy bien en los versos que encabezan el poema XI de la segunda parte: «Nada nos quedará, pero esa nada / tendrá la imprecisión de lo que avanza y vive». Por eso el libro se cierra con una celebración, no de la nada propiamente dicha sino de lo que la nada ha permitido. De cuanto fue.

E.B:  Dice Angélica Liddell que "Cuando trabajas con la palabra llega un momento que dudas de que la palabra esté a la altura de tus sentimientos o de tus expresiones". ¿En 'Raíz dulce' las palabras terminaron siendo la representación de tus emociones de esos momentos? 

J. F. R: Me parece que, cuando señala eso, Liddell está apuntando a un fenómeno que sufrimos todos los que intentamos escribir hasta las últimas las consecuencias, es decir, los que nos hemos negado a aceptar que todo esté ya dicho o, al menos, que no haya aún infinidad de cosas que no puedan volver a decirse aportando algo más, afinando aún el verbo, la emoción, la mirada. Vas escribiendo y, de pronto, chocas con algo que no eres capaz de decir. Intentas enunciarlo de nuevo y de nuevo fracasas; lo abandonas, regresas y fracasas otra vez, hasta que un día, casi siempre cuando te has liberado ya de ese primer impulso de escritura y puedes abordar el texto desde una perspectiva diferente, das con las palabras justas. Y las escribes. Como escritor, me he defendido en varias ocasiones de la aceptación derrotista de la idea de la inefabilidad. En Las hogueras azules incluso le dediqué un poema entero a este asunto («Haibun»). Pienso que la historia de la literatura es la de la expresión de lo que parecía inexpresable. El lenguaje nos sirve: los escritores y los físicos lo demuestran una y otra vez; la misma Liddell, a quien yo admiro y sigo desde que la descubrí a los diecisiete años, lo demuestra.

Con respecto a Raíz dulce, me parece que me ha permitido expresar tanto emociones como ideas que llevaba intentando plasmar mucho tiempo, pero quizás todavía sea un poco pronto como para dar una respuesta a esa pregunta.

E-B:  En los poemas se percibe un individuo atravesado por el mundo. Lo particular como una réplica de lo general. ¿El poeta aprende a sentir al otro en su propia existencia? 

J. F. R: El buen poeta lo hace, sí. De no hacerlo, caería en la banalidad. La poesía es algo que se hace aparentemente a solas, pero cuando uno atiende a lo que hace con un mínimo de atención se da cuenta enseguida de que jamás se escribe totalmente solo. La poesía se produce en el mundo y se dirige a él. Está cargada del mundo. Lo reconoce y lo nombra. No se ha escrito un poema sin un tú.

E.B:  En tus poemas te preguntas y preguntas a los seres del recorrido. ¿La duda como ejercicio de la memoria?

J. F. R: La literatura no es un ejercicio de memoria, sino de imaginación. Sin embargo —o justamente por ello, más bien—, cuando se crea a partir de la memoria, como yo he hecho en muchas ocasiones en Raíz dulce, hay que dejar que la imaginación avance con algunas precauciones, pues corremos el riesgo de contaminar lo recordado y reflejarlo injustamente, romantizándolo o idealizándolo de tal manera que las contradicciones y asperezas que lo enriquecían acaben por desaparecer. Cuando en Raíz dulce el Juan que narra alude a estas precauciones, está reflejando su miedo a difuminar a la persona que recuerda en su intento de presentarla como un ser amado y, por lo tanto, amable; y también, en último grado, a que si esto sucede acabe por perder sus recuerdos reales en favor de una fantasía idealizada, imposible de amar. Lo que yo, al escribir, quise plasmar con ello es el miedo terrible al olvido del otro, algo que sin embargo es natural, pues la memoria, como el resto de nosotros, se deteriora y cambia con el paso del tiempo.

Creo que este deterioro de la memoria es una de mis obsesiones más antiguas, quizás porque me aterra y me fascina a la vez. Mi primer poema publicado, de hecho, se tituló «Alzhéimer», y estuvo dedicado a mi abuela paterna, cuya enfermedad presencié siendo un niño. También el cuarto poema de la primera parte de Raíz dulce se refiere a este miedo —el que se titula «El bosque del dolor».

E.B:  El contrapeso es otro de los puntos que observo en el libro. Herida y belleza, intimidad y mundo, memoria y vacío, desencanto y rebeldía, antiguo y pop. ¿En el contrapeso está el resultado de tu literatura? 

J. F. R: No creo que solo en el contrapeso, o por lo menos espero qu e no, pero desde luego el equilibrio me parece importante. Supongo que en ese sentido se puede decir que tengo un fondo clásico, aunque lo cierto es que me gusta buscar los equilibrios donde no se los espera. Así lo he hecho por ejemplo en este libro, compuesto por siete poemas de los cuales los seis primeros ocupan las primeras veinte páginas y el último las ciento cincuenta restantes, si bien es verdad que está dividido en veinte fragmentos, cinco notas, un apéndice, etc.

Me parece que esto último tiene mucho que ver con mi interés por el arte chino y japonés, en los que el equilibrio no se busca tanto por las simetrías entre partes como por la organicidad del conjunto.

E-B: ¿Al final la raíz es dulce?

J. F. R: Sí, sin duda. De hecho el título del libro, que es lorquiano, viene de la cita que acompaña al primero de los poemas de la segunda parte: «Amor, enemigo mío, / muerde tu raíz amarga» («Gacela de la raíz amarga»).

Yo le he dado la vuelta porque en realidad mi libro no surge sino del deseo de darle a mi querido Lorca una contestación. Y en esto estoy del lado de los griegos arcaicos: «Nada es más dulce que el amor […]: hasta la miel rechazo de mi boca», dice Nosis.