El dedo en la boca quizá no sea la mejor novela para iniciarse en la narrativa de Jaeggy, y sin embargo es una excelente muestra del arranque de una obra que irá desarrollándose, evolucionando, girando sobre sí misma y sobre un estilo muy personal y particular. Su primera novela ya denota la capacidad de la escritora para la construcción literaria a partir de lo mínimo, es decir, a partir de frases y páginas meticulosamente elaboradas con una capacidad de evocación formidable. Sin ornamento ni florituras, Jaeggy apuesta por un estilo tan prosaico como poético que en ocasiones acaba resultando, de manera positiva, casi etéreo. Alejada del realismo más simple, sin embargo, consigue transmitir cercanía, verdad, aunque para ello deba recurrir a una mirada de extrañeza hacia la realidad.
Resumir la trama de El dedo en la boca puede resultar sencillo centrándose en lo superficial, lo evidente; pero no haría justicia a una novela que exige el introducirse en ella y en su ritmo casi musical, una novela que impone al lector el dejarse llevar por una narración casi narcótica, de saltos cronológicos y en la que el tiempo parece suspenderse, dejar de existir incluso. Con una narradora casi imprecisa, Lung, la joven protagonista de la novela, Jaeggy nos introduce en sus continuas historias que se suceden para dar habida cuenta de su vida, una vida extraña, por momentos cruel, en otros simplemente desbordante y enigmática.
Con el peso de una tradición literaria pero alejándose de ella todo lo posible, Jaeggy en su primera obra explora la construcción de un personaje y de su identidad, borrando ésta a base de contravenir toda construcción cerrada y perfilada de un personaje. Lung es esquiva y dudosa, aunque una fabuladora excelente e incesante. Va construyéndose a base de relatos, de recuerdos, pero nunca alcanzamos a conocerla bien. Tampoco es necesario, porque uno de los grandes logros de Jaegy en El dedo en la boca es crear una identidad tan borrosa como clara, muestra inequívoca de un proceso literario, el de Jaeggy, en el que los contornos se diluyen para, curiosamente, dar forma a los personajes, a las ideas.
El dedo en la boca supone una lectura densa pero estimulante, compleja a pesar, o puede que por ello mismo, de su breve extensión, que si bien no está a la altura de obras posteriores de la autora sirve para ver el arranque de una obra que habla de elementos cotidianos a los que confiere una atmosfera cruel y malsana, pero sin buscar el resultar desagradable o enfática. Se introduce, y a nosotros con ella, en un mundo suspendido pero real, en el que nos podemos reflejar sin problema a pesar de lo aforístico de sus páginas. Impone un itinerario sonámbulo, casi fantasmagórico, y lo hace sin la necesidad de tener que crear algo diferente a lo que le rodea, mostrando la débil construcción y sus frágiles contornos de aquello que se viene a denominar comúnmente como realidad.