Tras un largo rato vi a la perdiz cuando se levantó, con un aleteo blanco, de entre las piedras grises a las que tanto se parece, pero no logré ver el agua. En otros sitios, un gorgoteo como de agua acumulada alcanza mis oídos y, donde pensaba que no había más que rocas, alcanzo a ver, al fondo, el destello del agua. Ave, piedra, agua. Cuando se (con)funden, cuando parecen lo mismo, cuando se integran, como la misma mirada de quien observa. En La montaña viva (Errata naturae), de Nan Shepard, vibra, porque así se transmite a través de la agudeza de su escritura, esa conjunción de observación y reflexión que linda con la transfiguración que rima con discernimiento de obras excepcionales como Palomar, de Italo Calvino, o La doctrina del Saint Victoire, de Peter Handke. Shepard despieza, con milimétrica precisión, colores y sonidos, materia y sensaciones. Y logra que conformen una conjugación en la que la mirada es parte consustancial de lo observado, como un trance en el que el observador, y así el lector, se sienta dentro de la montaña. Pero es un dentro que parece infinito, como si estuviera compuesto de múltiples e inacabables recovecos que depararán otras interacciones, otros asombros, otras sensaciones, otras interrogantes.

 

Cuanto más se aprende de esta compleja interacción de suelo, altitud, clima y tejidos vivos de plantas e insectos (una complejidad que tiene sus momentos asombrosos, como cuando el rocío del sol y la pinguicula se comen a los insectos), más profundo se hace el misterio. El conocimiento no disipa el misterio

 

Nan Shepard (1893-1981) escribe sobre la cordillera de los Cairngorms, en el norte de Escocia, o como se indica en el mapa que nos introduce en esta singular inmersión, la meseta de los Cairngorms con algunos picos y lugares. Shepard publicó entre 1928 y 1934 tres novelas que gozaron de considerable éxito, y un libro de poemas. Incluso, su rostro se convirtió en efigie de un billete. Pero sufrió un colapso que la abocó a la mudez expresiva durante unos años. No retornaría a la ficción, ni a la poesía, sólo escribiría algún intermitente artículo en alguna revista. Durante el verano de 1945 compartió con el novelista Neig Gunn su borrador de La montaña viva, en la que reflejaba las observaciones, descripciones y reflexiones, generadas por sus paseos a través de los Cairngorms, o en esencia, y en sus palabras, por <<los elementos>>. Aún así no se aventuró a publicarla. No hasta 1976. La novela se estructura en capítulos que abordan diversos aspectos, o ángulos, o componentes, desde el espacio en plano general, La meseta o El conjunto, pasando por lo concreto, Agua y hielo o Aire y Luz, la flora o la fauna, hasta la implicación del mismo sujeto, Los sentidos o Ser. Esto es, la interacción. Porque esta es una obra sobre una conexión.

 

He escrito sobre cosas inanimadas, la roca y el agua, el hielo y el sol, y podría parecer que no fuera éste un mundo vivo. Pero mi intención era llegar hasta las cosas vivas a través de las fuerzas que las crean, porque la montaña es única e indivisible, y la roca, la tierra, el agua y el aire no son más parte de ella que lo que crece de la tierra y respira al aire. Todos son aspectos de una sola entidad, la montaña viva. La roca que se desintegra, la lluvia que nutre, el sol que estimula, la semilla, la raíz, el ave: son todos uno.

 

En la agudeza de la observación específica recuerda, como señalaba, a Calvino en Palomar. Esa minuciosa distinción de los específico. Sea los colores (El agua de los Cairngorms es totalmente transparente. Al salir del granito, sin turba que la oscurezca, nunca tiene el ámbar dorado, el <<pardo de lomo del caballo>>, que tanto se alaba en los arroyos de las Tierras Altas. Cuando tiene algún color, es verde, como el Quoich cerca de su cascada. Un verde como el verde de los cielos invernales, pero luminoso, cristalino como aguamarinas, sin el brillo vivido de las aguas glaciares. A veces, las cataratas del Quoich tienen un tono violeta entremezclado con el verde, y el agua, al caer a borbotones, se convierte en una burbujeante espuma malva. Sean los sonidos, que podemos sentir de modo gráfico cada uno de ellos El sonido de toda esta agua en movimiento es tan consustancial a la montaña como el polen a la flor. Se la oye sin escuchar, igual que se respira sin pensar. Pero, para un oído atento, el sonido se desintegra en muchas notas distintas: el lento golpeteo de un lago, el gorgeo alto y nítido de un riachuelo, el rugido de una avalancha. En un tramo corto de arroyo, el oído puede distinguir una decena de notas distintas a la vez. O la observación del lenguaje de los animales, siempre entre interrogantes, en esa búsqueda de la comprensión de lo otro, que es también atisbo de reconocimiento, como realizaba Calvino, por ejemplo, con los mirlos. Aquí, Shepard con los ciervos, y su esfuerzo por dilucidar qué expresan cuando su bramido recurre a los bajos o agudos. O del mismo modo que el conjunto esta compuesto de lo inanimado y lo animado (y la propia mirada del observador), la misma fauna es una combinación, como nuestra misma especie: Ave, mamifero, reptil, hay algo de todos ellos en el ciervo. Su vuelo es fluido como un ave. Sobre todo los corzos, los más jóvenes, moteados, con unas extremidades como tallos de flor, se mueven por el brezo con una ligereza increíble. Parece que vayan flotando; sin embargo, su movimiento es, en cierto sentido, más maravilloso aún que el vuelo, porque sus relucientes pezuñas van tocando el suelo. El precioso dibujo que forman sus patas está fijado a la tierra y no puede desligarse de ella. Los sentidos se despliegan, o se deslizan, y por momentos hasta levitan con el verbo. Shepard destaca entre los sentidos al visual y al tacto, como aquellos que más se gozan en la interacción, pero no se olvida del resto: El abedul, el otro árbol que crece en las faldas más bajas, necesita lluvia para emitir su olor. Se trata de un aroma con cuerpo, afrutado como un brandy añejo, que, los días de calor y humedad, emborracha igual. Este aroma actúa a través de los nervios sensitivos y confunde los centros superiores; te sientes exaltada, sin ninguna causa que la sensatez pueda definir.

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La narración fluye como un agua transparente. En su descripción palpita una serena musicalidad, que va germinando un trance que se siente residencia en movimiento. En este aspecto, sintáctico, narrativo, evoca el estilo de Handke. Cómo en cierta ocasiones flirtea con la metáfora, el pensamiento condensado que fusiona la sensación, lo que dota de un conciso lirismo que no se ve tentado por el engolamiento, como si siguiera siendo roca a la vez que sensación. Shepard no cree en la magia, concepción imprecisa, sino en otro tipo de conexión. Se afina la relación en un entre.

 

Pues ya he descubierto mi montaña: sus climas, sus vientos y luces, sus arroyos cantarines, sus valles encantados, sus cimas y lagos, sus aves y flores, sus nieves, sus enormes distancias azules. Año tras año, ha ido creciendo mi conocimiento de todos ellos. Pero, si ha de contarse toda la verdad tal y como la he averiguado, también yo estoy implicada. He sido el instrumento de mi propio descubrimiento y para dominar las teclas del instrumento también hace falta un aprendizaje. Así, es necesario entrenar y disciplinar los sentidos, el ojo para mirar, el oído para escuchar; hay que entrenar el cuerpo para que se mueva siguiendo las armonías adecuadas. Puedo enseñar a mi cuerpo muchas habilidades con las que aprehender la naturaleza de la montaña. Y una de las más emocionantes es la quietud.

 

En La doctrina del Saint Victoire Handke buscaba, y transmitía, el acto de realización, esa relación fluida con el entorno, con la otredad, en la que el aislamiento del yo se supera con la flexibilidad de un junco que se hace sensación, apertura, quietud que es receptividad, y se torna actividad, movimiento que es interacción. Shepard resalta esa sensación de transfiguración en el despertar tras un sueño diurno en la naturaleza. Nadie que no haya dormido en la montaña la conoce por completo. Cuando vas cayendo en el sueño, la mente se esclarece, el cuerpo se derrite, sólo queda la percepción. Ni piensas, ni deseas ni recuerdas, sino que vives en intimidad absoluta con el mundo tangible. Simplemente, es inmersión en la naturaleza, en un alrededor del que eres parte integral por unos instantes, dentro de un alrededor, sientes de modo más vivido que eres instante, que estás constituido por instantes. El lenguaje se despliega a la par que las sensaciones, las metáforas danzan con los efluvios de lo concreto, pero ante todo, lo que se propulsa, lo que se hace sentir, es la condición de cuerpo. Somos cuerpo.

 

Al caminar así horas y horas, con los sentidos afinados, la carne se vuelve transparente. Pero no hay metáfora, ya sea <<transparente>> o <<leve como el aire>>, que resulte adecuada. El cuerpo no se vuelve predecible, sino primordial. La carne no queda obliterada, sino consumada. No eres incorpórea, sino cuerpo esencial. Por lo tanto, cuando el cuerpo está afinado para lograr su máximo potencial y regulado en una profunda armonía que se adentra en algo semejante al trance es cuando más cerca estoy de descubrir lo que significa <<ser>>. He logrado salir del cuerpo y entrar en la montaña. Soy una manifestación de su vida total, igual que el estrellado rompepiedras o la perdiz nival de alas blancas.

 

En este sentido, como en los paseos de Handke en el Saint Victoire, que también lo era en la pintura de Cezanne, en su propio ojo, o su propia mirada, se celebra ese acto de realización que es la ceremonia de los sentidos, desterradas las trabas, recordatorio de lo que sustancialmente somos o podemos ser. En buena medida, lo hemos reducido a un restringido escenario que bordea con lo mecánico, cual resortes, que como mucho musculamos como si fuéramos más funciones que perceptores. Educamos nuestro cuerpo en la superficie, como el mantenimiento de un vehículo, pero no en el potencial de su facultad sensorial y perceptiva. Nos olvidamos de que el cuerpo no es sólo herramienta (útil o recreativa) sino que el cuerpo piensa.

 

Aquí, pues, puede vivirse una vida de los sentidos tan pura, tan virgen de toda forma de comprensión que no sea la de éstos, que podría decirse que el cuerpo piensa. Cada uno de los sentidos, elevado a su conciencia más exquisita, es en sí mismo vivencia completa. Esta es la inocencia que hemos perdido, la de vivir una cosa cada vez para vivir de verdad hasta el final.

 

Pero no sólo es un trayecto a través del espacio, y con el espacio, en conjunción con el entorno, sino también en el tiempo. Son paseos que Shepard realiza durante décadas, con lo cual su relación se modifica, de la misma manera que su mismo cuerpo cambia, y su mirada evoluciona, se afina. No es lo mismo su relación en sus primeros años de juventud que en su madurez. La inicial búsqueda primordial de sensaciones se complejiza. Y en esa relación en permanente desplazamiento o progreso, el misterio no se desvanece aunque se amplíe el conocimiento. No deja de sentirse que, pese a los puntuales instantes pletóricos, se dispone de una comprensión parcial, incompleta, porque es una relación en constante gestación. La montaña viva es, por ello, la celebración de una mirada viva. Y lo vivo crece, se desplaza y despliega, a través de un proceso en constante formación.

 

Al principio sólo buscaba una recompensa sensual; la sensación de altitud, la sensación del movimiento, la sensación de la velocidad, la sensación de la distancia, la sensación del esfuerzo, la sensación de la serenidad; el deseo de la carne, el deseo de la vista, el orgullo de la vida. No me interesaban las montañas como tales, sino los efectos que causaban en mí, igual que el minino no acaricia al humano, sino a sí mismo, contra la pernera del pantalón. Pero, al hacerme mayor, y menos autosuficiente, empecé a descubrir la montaña en sí. Todo empezó a hacerme bien, sus contornos, sus colores, sus aguas y rocas, flores y aves. Este proceso ha llevado muchos años y aún no he terminado. Nunca se acaba de conocer al otro. Y he descubierto que la experiencia humana con la roca, la flor y el ave los amplía. El objeto que se conoce crece con el conocimiento.