Boyhood comienza con la imagen de un cielo azul, observado por el joven Mason (Ellar Coltrane), quien está tumbado sobre el césped, mientras escuchamos Yellow, de Coldplay. Y termina con Mason, con dieciocho años, en el desierto, justo cuando comienza la universidad, junto a una joven mientras observan el horizonte rodeados de silencio hasta que un corte en negro da paso a los títulos finales mientras suena Arcade Fire.

 

Ambos momentos tienen muchas cosas en común, pero sobre todo nos quedaremos con una: la mirada. O, mejor dicho, la apuesta por parte de Richard Linklater por abrir y cerrar la película con dos instantes en que el personaje recupera algo que, quizá, se ha perdido en muchos aspectos en la actualidad. La posibilidad de simplemente mirar, de disfrutar de un momento, de un instante, sin necesidad de esperar nada a cambio más allá de la propia experiencia de estar.

 

 

Y entre ambos instantes se sucede Boyhood.

 

 

 

 

 

Después de un año de elogios y comentarios, resulta complicado acercarse a Boyhood obviando todo lo dicho desde su estreno. La complejidad de la propuesta resulta extraordinaria, sobre todo por su paradójica sencillez. Sus más de dos horas y medias son el resultado de un rodaje de doce años (2002-2013) que han dado forma a una  narración fragmentaria pero de gran coherencia interna y linealidad absoluta. La película sigue el crecimiento de Mason y, en contraposición, el envejecimiento de sus padres, interpretados por Ethan Hawke y Patricia Arquette. No es la primera vez que Linklater ha jugado con el tiempo, por otro lado, una de las esencias del cine. Su trilogía Antes del amanecer, Antes del atardecer y Antes del anochecer, en el transcurro de casi dos décadas, ya evidenciaba ese cambio en los actores, jugando además con el propio dispositivo cinematográfico mediante el trabajo en cada una de las películas de una puesta en escena diferente y relatando a través de las tres las distintas fases de una relación. Pero en Boyhood, la apuesta es mucho más arriesgada: ir rodando durante años para luego montar esas imágenes y dar como resultado una narración en la que en un primer momento puede parecer que apenas cuenta algo nuevo, y sin embargo, lo hace. Quedarse en la superficie de lo narrado, sin embargo, puede dar pie a despachar la película desde una simple cuestión argumental, algo muy común y, creemos, en cierta manera, reductor y simplista. Porque en Boyhood no importa solo aquello que está siendo narrado, que es mucho, muchísimo en realidad, sino cómo lo está haciendo.

 

 

 

 

 

 

 

 

Boyhood parte del instante particular, del momento concreto. Cada pasaje de la película se presenta a modo de instantánea de una vida, como un álbum de fotos que sin una conexión clara acaba resultando en su conjunto una perfecta correlación narrativa de una vida, o de una parte de ella. Linklater nos muestra la evolución de Mason y crea una epopeya sobre las diferentes fases del crecimiento hasta la mayoría de edad. El director elude voluntariamente aquellos “grandes” momentos que suelen asentar los relatos de aprendizaje y de crecimiento casi de manera prescrita y se centra en lo que sucede entre ellos. La película, rodada en 35mm y manteniendo una estética unitaria de principio a fin, aunque con variantes en la puesta en escena, acaba funcionando como un dispositivo de la memoria en la que el recuerdo viene dado mediante destellos del pasado con una narración en apariencia inconexa pero con un sentido en su totalidad para quien recuerda. Podría incluso caerse en la tentación de hablar del trabajo visual de Linklater desde una postura pseudo-documental sino fuera porque el cineasta evidencia el carácter de ficción de la película, algo que pone de relieve sus cuidados e intencionados diálogos, lo cual, junto al tratamiento visual, vuelve a acercarnos al sentido del realismo cinematográfico del cine de Linklater, reflejando la realidad tal y como acontece en el tiempo a través de una sucesión de imágenes que bien pueden ser representadas mediante el montaje de planos cortos o bien a través de largos planos secuencias. Una realidad que se expone en su concepto más banal y, sin embargo, importante, combinando diálogos en apariencia anodinos con otros más trascendentales para entender la película: las diferentes conversaciones sobre o la falta de sentido de la vida (por expresarlo de un modo simple) se relacionan directamente con parte de la esencia de la película y de la idea de Linklater de llamar la atención sobre esos momentos de la vida que, en su conjunto, en su experiencia presente, cuando son vividos, resultan esenciales para una persona, no tanto porque en ellos se encuentren verdades profundas, sino porque quizá en esos momentos de entre medias es donde se halla cierta esencia o sustancia de la vida.

 

 

Volviendo al comienzo. Boyhood es una película sobre la mirada, como también lo es en otro sentido Perdida, de David Fincher. Sobre todo durante su infancia, Mason mira a su alrededor (de manera directa o de soslayo) y Linklater enfatiza mucho esa mirada, con acercamientos y alejamientos de cámara que muestran como el niño observa a sus adultos, al mundo que le rodea y que se presenta ante sus ojos y ante los nuestros como cambiante e inestable. En su crecimiento, cuando va tomando más conciencia de las cosas, esa mirada no desaparece sino que se transforma: su interés por la fotografía no es casual y en uno de los momentos más significativos de la película vemos a Mason abandonar su hogar y a su madre en dirección a la universidad mientras suena Hero de Family of the Year, cuya letra resume de manera perfecta el momento. En esa secuencia, Mason se detiene y fotografía cosas, en apariencia, anodinas e insignificantes pero que una mirada particular puede convertir en algo más. Linklater en Boyhood ha buscado lo mismo: centrarse en instantes que aparentemente apenas tienen interés pero que resultan esenciales.

 

 

 

 

 

Por otro lado, Linklater muestra a lo largo de Boyhood la evolución durante esos doce años de los dispositivos visuales –ordenadores, consolas, teléfonos- que, además de contextualizar cada momento, como hace con los comentarios políticos, apuntan hacia la mirada y la manera de relacionarse a través de las nuevas formas de comunicación entre los individuos. O bien la inteligente y soberbia utilización de la música para contextualizar de manera sonora cada etapa de la vida de Mason. Nada es aleatorio en un trabajo elaborado y recapacitado en cada detalle. A pesar del rodaje intermitente, el cineasta ha logrado una perfecta conexión entre las etapas con una estética unitaria que solo rompe con elementos como los anteriores para dar habida cuenta de cada año, de cada época, pero buscando transmitir la sensación al espectador de que se encuentra ante una película que, quizá, podría haber sido rodada de manera más convencional. Y en esta paradoja encontramos uno de los grandes logros por parte de Linklater.

 

 

Linklater ha construido un monumento cinematográfico a la infancia, al crecimiento, a la búsqueda del lugar en el mundo de un joven. Pero también ha trazado un relato sobre la paternidad y la maternidad, sobre el crecimiento de un adulto frente a las responsabilidades de todo tipo. Y lo ha hecho, una vez más, a través de apuntes, de retazos de existencia. También sobre su condición de cineasta enfrentado a sus intereses como tal en una película que reúne todo aquello que ha ido desarrollando durante su filmografía, la cual ya era antes de Boyhood una de las más coherentes y estimulantes de las últimas décadas. En Boyhood hay ecos de muchas de sus obras anteriores y su personalidad como creador se hace más que patente tanto en las imágenes como en los diálogos. A este respecto, la película acaba siendo un experimento en tanto a reescritura de muchas de sus obras anteriores pero sin caer en la autocita complaciente.

 

 

 

 

 

Todo lo dicho anteriormente es quizá bastante poco para lo que ofrece una obra como Boyhood. Que debe verse y, sobre todo, experimentarse. Porque es una película que representa a la perfección una tendencia del cine contemporáneo que desde una clara apuesta narrativa busca transmitir sensaciones y emociones desde un cierto sentido abstracto en su construcción, con fuertes rupturas de continuidad en su historia (en este caso más que justificadas) en la que las partes son importantes tano de forma individual como en su conjunto; que en Boyhood, además, tiene un mayor sentido dado su naturaleza de dispositivo de la memoria y abre interesantes caminos para el relato cinematográfico futuro.

 

 

Linklater, como evidencian ese comienzo y ese final, llama la atención con detenerse y mirar alrededor. Porque Boyhood no solo habla y representa el paso del tiempo, sino que también lo hace sobre el presente, el ahora, sobre vivir justo el momento y, ante todo, de vivir cada parte de él, incluso aquel considerado más intrascendental.