Mi decisión de escoger un lugar que nunca antes hubiera visitado, se debió a la necesidad de no contaminar a la imaginación con la experiencia. Los personajes de la novela padecían una severa confusión con el espacio tiempo; de alguna manera yo debía sentir el mismo mal.

Tenía planteada la historia de Antonia, una mujer atrapada en lo que deseó ser (poeta) y lo que terminó siendo (prisionera del hastío). Antonia vivía en un pueblo (acaso un estado mental) condenado a la repetición de los días (¿un lunes siempre tiene que ser el mismo lunes?); su única salida hacia "el fuego de la vida" lo representaba su hija, una niña de siete años que en lugar de caminar saltaba. Esa niña y la naturaleza aliviaban su rutina, su aburrimiento, su confusión espacio temporal. En varios momentos de la historia los personajes dudaban si en realidad vivían en el lugar que creían. Nadie estaba seguro de nada, nadie menos Dicxon, el marido creador de un adoctrinante juego de póker. Fue entonces cuando, enterado de que necesitaba un pueblo, mi amigo gijonés Jaime Gonzalo Cordero me recomendó Santa Eulalia de Cabranes (Santolaya, Asturias).

Una vez publicada la novela, comenzó la etapa de promoción y presentaciones. Días más tarde, la realidad (esa construcción sobre cuya base absoluta nunca he pisado con fe ciega) me tenía preparada una sorpresa. El alcalde de Santolaya (Gerardo Fabián) llamó a la editorial interesado en conocer detalles sobre "mi Santolaya imaginada". Pronto sonaría mi teléfono para comunicar una invitación al lugar que, hasta entonces, solo reconocía en las páginas de mi novela. Confieso que la primera sensación fue de extrañeza. ¿Desde cuándo la realidad llama a las puertas de una ficción para compartir sus reglas geográficas?  ¿Qué reacción podrían tener los vecinos hacia un escritor que se había atrevido a imaginar su espacio para contar situaciones de luz, pero también de miseria?

Con la duda y la curiosidad acepté el reto. Días antes del encuentro varios amigos me hablaron de la película "El ciudadano ilustre", una comedia dramática argentina de 2016 que nunca he visto. En la misma, al parecer, un pueblo condena a un escritor que se atrevió a imaginar cosas no agradables de su realidad. Debo decir que todo me pareció insólito; de pronto sentí que había logrado padecer la confusión espacio temporal de los personajes. ¿De verdad me habían llamado? ¿Estaba soñando en mi piso en Madrid, o acaso el supuesto sueño lo tuve alguna vez en Caracas, o quizá en Bogotá?

El alcalde de Santolaya presenta el libro de Edgar Borges

Casa de la Cultura de Santolaya, sábado 10 de marzo de 2018. Poco después de las 11:00 horas llegaba en el coche de José Andrés, un experimentado empleado del ayuntamiento. En la entrada me esperaba el alcalde, el cronista y un grupo de vecinos. Para mi sorpresa también estaba el amigo y escritor gijonés Miguel Rojo. Minutos después me veía entrando en una sala llena de interesados en la convocatoria. Las miradas me confirmaron que, en este paso de la ficción a la realidad, la curiosidad era recíproca.

El alcalde hizo una amable presentación. En la mesa quedé entre Miguel Rojo y Enrique Corripio (cronista de Santolaya y director de El Eco de Cabranes). Miguel introdujo el conversatorio, luego Enrique haría la primera pregunta. En todo ese tiempo impreciso, aunque seguramente breve, tuve la sensación de que la única prueba de existencia eran las palabras. 

El encuentro se alargó quizá más de lo programado; fueron muchas las vecinas que participaron con preguntas y propuestas sobre los temas que abordo en la novela. Los vecinos, mientras, sonreían y asentían con la cabeza. Una señora llamada Belén me dijo que “la historia de Antonia podía ocurrir en cualquier pueblo del mundo”, después me mostró algunas de las frases que había subrayado en el libro. Enrique dijo que tres señoras me estuvieron esperando para increparme por “ciertas situaciones oscuras que le inventé a Santaloya”. Todos reímos, incluso las tres señoras que se levantaron para afirmar que “el diálogo sobre mi ficción les había gustado”.

Al final el alcalde me invitó a recorrer el pueblo. Un grupo de vecinos me mostró los escenarios donde se suponía yo había imaginado la novela. Estaba el bar (la casona) frente al ayuntamiento; las calles parecían pedirle permiso a la inmensa naturaleza asturiana; alguien señaló la iglesia que se alcanzaba a ver al fondo de una cuesta, no faltó quien sonriera al recordar que en la novela el sacerdote y el alcalde se asoman desde la ventana del edificio religioso para “cuidar que la realidad del pueblo se mantenga en plena calma”. Sin embargo, lo que más llamó mi atención fue la afirmación de que una vivienda sin número era la casa 17, la misma casa donde “Antonia pasaba horas sentada en el váter, como si toda ella quisiera escapar a través de su vientre”.