Polonia es un país llanísimo, verde y agradable en este época del año. Y el polaco es un pueblo de estrábicos: un ojo que mira a Rusia y el otro a Alemania por si acaso. Es una de las naciones más zurradas de Europa. Las guerras y las particiones de su territorio están inscritas en su ADN para siempre. Quizás por ello en el último tramo del siglo XIX surgió un nacionalismo de carnero -duro y persistente- en aquellas tierras dominadas por rusos, prusianos y austriacos. Pero más allá de su historia desgarrada, los polacos vienen definidos por su catolicismo extremo y sin fisuras. La tradición rural, adobada en el catolicismo romano y acompañada de forma simbólica por el pierogi (una especie de empanada algo sosa), conforman la masa sobre la que construyen su personalidad.

Si viajas a Polonia sin un conocimiento razonable de la historia, ritos y liturgias del catolicismo, te enterarás bien poco de lo que allí se cuece. Juan Pablo II, los curas, Dios y las vírgenes, por este orden, dominan el paisaje (y paisanaje) y orientan las almas de la inmensa mayoría de sus 38 millones de habitantes. Un domingo a media mañana encontramos todas sus iglesias atestadas de feligreses atentos y devotos a la celebración de la santa misa. En muchas de ellas el personal se arremolina cerca de sus portalones, pues ni un alfiler cabe en sus naves largas y altísimas. La figura de Juan Pablo II, replicada de mil formas, domina todos los lugares cimeros y más simbólicos del país. En el villorrio su nombre rotula la calle principal y en la catedral de Cracovia su figura ha abierto una capilla junto a los reyes de Polonia. El papa polaco es más notable que el más reconocido de sus prohombres.

Es un país que gusta a la mayoría de españoles y no sólo por su olor a sacristía y oblea recién tostada, sino por su comida. Es abundante y barata, se aleja del plato de pitimini o el pincho: caloría pura. El frío lo combaten con poderosas sopas donde no escasea la magra y el tocino, ni la miga se esconde. En verano (y en general, en todo tiempo) domina el pierogi, una especie de empanadilla cocida, que admite de todo en su interior y en la que casi nunca faltan la carne fermentada y la seta allí abundante; el Ruski, una suerte de raviolis bien hermosos rellenos de queso, o la excelente Golonka, su codillo particular. Los adolescentes y el ferrallista -de moda ahora en el país en construcción- disfrutan del Zurek, baguettes que se sirven abiertas y sembradas de todo lo que se les ocurre. También el Kortet, su gruesa chuleta de cerdo empanada, y los Bigos, un guiso de carne, tocino, cebolla, vino...

Esta cocina suculenta gusta a los españoles casi tanto como a ellos las rubias polacas (son incontables los matrimonios entre español y polaca). Será por ello que la mayoría de los polacos son robustos y fuertes, de piernas prietas y huesudas, caderas poderosas y gruesos cuellos. Si, la rotundidad de sus cabezas así como la confianza en el credo católico y la nación polaca, vienen servidos en el mismo lote. Las vírgenes son capitanas en los cuarteles, al igual que la tradición católica se hace ley en el Parlamento.

Como todos los pueblos (¿emancipados?) del imperio soviético, son profundamente anticomunistas. El mal, todo el mal último que se derramó sobre aquella llanura verde y encharcada, lo trajo el comunista, una especie de alienígena que dominó y trituró a los polacos desde 1945 al 89 del pasado siglo. Claro que sus libertadores -con Juan Pablo II y la Iglesia de Roma en la tramoya- fueron los obreros del sindicato Solidaridad. La epopeya cierta, escrita por estos trabajadores, portuarios primero, y de todas las ramas de la producción después, la interpretan ahora los nuevos polacos copiando la mítica con que los rusos contaron el asalto por los soviets del Palacio de Invierno y luego las estepas rusas. La ciudad y el puerto de Dgands y su movimiento obrero son su revolución popular y católica.

Polonia es un país que crece a buen ritmo  en lo económico y moderniza a gran velocidad su aparato productivo, al tiempo que deja engordar (que no evolucionar y menos aún mutar) sus viejas tradiciones. Las dudas sobre la pervivencia de la actual y precaria democracia crecen al tiempo que se afianzan sus viejos platos centenarios. Algo así como si los españoles no nos hubiéramos desprendido aún de la tortilla de patatas como plato único.