Ni todo sinvergüenza es un delincuente ni, paralelamente, todo delincuente es un sinvergüenza. La sinvergonzonería no es una categoría penal, pero sin apelar a ella es difícil caracterizar el comportamiento de determinados personajes de la vida pública que, en sentido estricto, no sería justo tachar de delincuentes, puesto que han sido absueltos por la justicia, pero a quienes nunca confiaríamos el cuidado de nuestro bulldog francés ante el riesgo de que lo vendiera por un buen pico en mercado negro y luego nos contara entre lágrimas que el perro se le había escapado en un descuido, precisamente en el ratito en que, como cada tarde, él estaba rezando el rosario.

El diccionario de María Moliner afina más que el de la Academia en la definición de ‘sinvergüenza’. Para la RAE es “pícaro, bribón” y también quien “comete actos ilegales en provecho propio, o incurre en inmoralidades”. Moliner es más precisa: “Se aplica -dice- a las personas que estafan, engañan o cometen actos ilegales o reprobables en provecho propio, o cualquier clase de inmoralidades. A veces –añade con buen olfato lingüístico la insigne lexicógrafa–, se aplica con benevolencia a la persona hábil para engañar, que engaña en cosas no graves, y hábil también para no dejarse engañar”. La RAE, por cierto, tal vez debería revisar su tercera acepción como “desfachatez, falta de vergüenza” al circunscribir su uso únicamente a Perú.

Está muy feo pero no es delito

Un caso reciente que ilustra estas divagaciones léxico-morales es el del dúo formado por el presidente de Ausbanc, Luis Pineda, y el director de Manos Limpias, Miguel Bernad, a quienes el Tribunal Supremo acaba de absolver de los delitos de extorsión y estafa por los que habían sido condenados a severas penas de prisión por la Audiencia Nacional. El Alto Tribunal da por probado que ambos promovían procesos civiles y penales contra bancos y otras empresas de los cuales desistían a cambio de jugosos contratos publicitarios en la revista de Pineda o de otras prestaciones dinerarias. Para la Audiencia Nacional lo que hacían Pineda y Bernad era extorsión y estafa; para el Supremo, en cambio, su comportamiento podía ser reprobable éticamente pero no tipificable penalmente. Los magistrados de ambas instancias sí estarían seguramente de acuerdo en considerar a los procesados un par de sinvergüenzas en cuyas manos jamás dejarían una mascota valiosa. 

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La relación de grandes delincuentes vinculados a la política a quienes la opinión pública considera también unos sinvergüenzas redomados no es corta: Luis Roldán, Jaume Matas, Gabriel Urralburu, Rodrigo Rato, Eduardo Zaplana, Luis Bárcenas…, tipos todos ellos que se apropiaron indebidamente de grandes cantidades de dinero mientras simulaban servir lealmente a los ciudadanos, tipos todos ellos que “estafaron, engañaron o cometieron actos ilegales o reprobables en provecho propio”. Técnicamente, los políticos andaluces condenados en la macrocausa de los ERE serían delincuentes, puesto que la justicia les atribuye la comisión de los delitos de prevaricación y malversación, pero solo desde el desconocimiento o la mala fe cabría, salvo alguna excepción, encajarlos en la categoría de sinvergüenzas. Sin menoscabo del respeto que merece la sentencia del Supremo y a la espera de la que dicte el Constitucional, es legítimo sostener que a la mayoría de condenados del caso ERE les cuadra mucho menos el estatus moral de individuos malhechores que el de políticos equivocados.

El caso Amador

Y a todo esto, ¿qué decir de Alberto González Amador? Para las derechas y seguramente para su novia Isabel Díaz Ayuso, es simplemente un emprendedor de raza, un hombre de negocios intrépido y visionario cuyos pleitos con la Agencia Tributaria no pasarían de ser un accidente menor propio de quienes operan en entornos empresariales fuertemente competitivos, donde nunca se sabe muy bien dónde acaba la audacia y dónde empieza la sinvergonzonería, dónde termina la ingeniería fiscal y dónde se vislumbra el delito tributario.

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A la vista de los hechos hasta ahora conocidos, es difícil no encuadrar a González Amador en la casilla de esos sinvergüenzas a quienes Moliner identifica como autores de “actos ilegales o reprobables en provecho propio”. Tales hechos se resumen en pocas palabras: la pareja de hecho de la presidenta madrileña defraudó a Hacienda 350.951 euros aportando en su declaración 15 facturas falsas, mediante las cuales se desgravó gastos inexistentes por un montante de 1,7 millones de euros; el grueso de los supuestos servicios por los que dijo haber pagado tan abultada cantidad se los habrían prestado dos empresas radicadas en países remotos y gestionadas por un amigo suyo. Su última maniobra para escapar al cerco de Hacienda es larga de explicar, pero equivaldría básicamente a la conducta del tipo al que pillan tras robar un banco y, mientras espera la fecha del juicio, primero ordena a su abogado ingresar en ese mismo banco una cantidad superior a la que había robado y después tiene el cuajo de exigir a la entidad atracada que le devuelva la diferencia entre lo ingresado y lo sustraído.

Parece, pues, que sinvergüenza sí, pero delincuente no, no al menos en sentido estricto y no al menos por ahora. Es cierto que Amador ha reconocido haber cometido dos delitos fiscales, pero el caso está en manos de la justicia y corresponde a esta determinar si, técnicamente, nuestro hombre es o no un delincuente. Al fin y al cabo, ni todo sinvergüenza es un delincuente ni, paralelamente, todo delincuente es un sinvergüenza.