La pasada semana se conmemoraba el Día internacional para la prevención del suicidio. Un tema que ha sido tradicionalmente silenciado y que merece más atención de la que tiene. Las cifras cantan. Cada año se suicidan en todo el mundo cerca de un millón de personas, es decir, una persona cada 40 segundos. Es, además, la segunda causa de muerte entre los 15 a 29 años. Si esto no es preocupante, no sé qué podrá serlo.

Más allá de las siempre frías cifras, están las personas. Es muy difícil imaginar que pueda pasar por la cabeza de alguien para decidir quitarse la vida. Todavía es más difícil cuando esta persona es joven y no tiene, aparentemente, ningún problema importante.

En el imaginario colectivo todavía se piensa en que quien se suicida lo hace por una razón poderosa. Desde el romantizado suicidio por desamor hasta el acoso, se busca un motivo para tan fatídico resultado. Recuerdo haber estudiado en el colegio cómo en la crisis de 1929 los cadáveres de hombres arruinados que se arrojaban por la ventana se contaban a cientos. Era una imagen tan gráfica, que habitó mis pesadillas varias noches.

El tiempo, sin embargo, nos enseña que no hace falta un culpable fuera, que la razón del suicidio está muchas veces dentro. Y saberlo es el primer paso para poder evitarlo. El suicidio deja una estela de estupefacción, impotencia y dolor que va mucho más allá del suicida. Familias y amistades pasarán el resto de sus vidas preguntándose por qué y, lo que es peor, si podían haberlo evitado. Porque el sentimiento de culpabilidad es otra secuela terrible

Hay otra cifra que me llama la atención. Por cada muerte consumada hay veinte intentadas. Personas que tratan de quitarse la vida y no lo consiguen. Una vez leí de alguien que en ese caso la sensación de fracaso se multiplica por mil: fracasar hasta en la decisión de acabar con el fracaso. Lo peor es que más tarde supe que esta persona lo logró. Y el fracaso, entonces, fue el de toda la sociedad.

Es hora de acometer con seriedad el tema. Y no solo para llorar a los muertos, sino para prevenirlos. Dejémonos de justificaciones facilonas y entremos en ese complejo mundo de las enfermedades mentales.

Y, por supuesto, no permitamos que utilicen los suicidios como arma para otros fines. Cada vez que leo a quien, para negar la violencia de género, escupe una cifra inventada de suicidios masculinos por supuestas  denuncias falsas, siento náuseas. Por las víctimas de violencia de género y por las de suicidios. Ni unas ni otras merecen que se las utilice.