Zimbardo hizo el mismo experimento en una zona rica de California, pero durante una semana sus pomposos habitantes ignoraron al coche. Entonces, el profesor se armó con un martillo y abolló la carrocería en varias partes. Esta nueva situación debió espabilar a los peatones, que en pocas horas dejaron el vehículo en el mismo penoso estado que había quedado el del Bronx.

Años después, inspirados en este experimento, un politólogo y un criminólogo, James Q. Wilson y George L. Kelling, crearon la Teoría de las Ventanas Rotas: cuando en un edificio aparece una ventana rota y nadie la arregla, es cuestión de tiempo que los vándalos acaben rompiendo todos los cristales; y quién sabe si no acabarán irrumpiendo dentro y pegándole fuego a todo lo que encuentren. El problema no es una inclinación humana al gamberrismo, sino el mensaje que transmiten esas ventanas rotas: este edificio no lo cuida nadie y nadie impide su maltrato.

En definitiva, España es un enorme edificio plagado de ventanales rotos porque los políticos, que no son más que los conserjes a los que hemos contratado para que lo cuiden, pasan olímpicamente de las tareas de mantenimiento.

Nos lo han demostrado esta semana los tres magistrados del Tribunal Constitucional que han intentado dimitir, hartos ya de esperar a que PP y PSOE  renueven sus cargos. Un bloqueo en el que los populares tienen mucho que decir, gracias a su empeño por colocar a un candidato que no sólo no cumple los requisitos legales para ello, sino que tiene demasiados intereses en asuntos como la Gürtel.

Pero es que la situación  es aún peor en el Tribunal de Cuentas, donde la totalidad de los doce puestos están pendientes de renovación desde noviembre, amén de un sillón que está vacío desde 2007 por la muerte de su ocupante, en un caso similar a lo que ocurre en el TC  con el fallecido Roberto García-Calvo.

Y ahí está el puesto del Defensor del Pueblo, que este mes cumple un año sin ser renovado. El PSOE vive aquí una paranoia, rechazando sus propios candidatos porque siempre son más cercanos ideológicamente a Manuel Fraga que a Pablo Iglesias, y en el PP están tan contentos porque el cargo en funciones lo ocupa una de los suyos.

Podría parecer que nuestros políticos no renuevan todos estos puestos por miedo a aumentar la cifra de parados, o que el PSOE prefiere dejarle el muerto a los populares para cuando gobiernen, porque, con los recortes ya hechos, Mariano Rajoy va a tener mucho tiempo libre.

En realidad, se trata de un mandato constitucional que se pasan por el arco del triunfo, ya que han demostrado sobradamente que PP y PSOE son capaces de ponerse de acuerdo cuando se trata de subirse el sueldo o bloquear la dación del piso en pago de la hipoteca.

Con esta actitud de los responsables públicos, es comprensible que nuestros políticos sigan escalando posiciones para convertirse en la mayor preocupación de los ciudadanos. O que los indignados sigan mostrando su rabia y no acepten ninguna autoridad que les mande de vuelta a sus casas. O que, quitando la violencia puntual de unos descabezados, los manifestantes impidan pasivamente la entrada a un parlamento donde se va a aprobar un recorte del gasto social del 10% que no venía reflejado en ningún programa electoral.

Simplemente, no hay ningún buen ejemplo. Sólo ventanas rotas.

Marcos Paradinas es redactor jefe de El Plural