Se histerizaba el titular de Europa Press informándonos de que la mitad de los estudiantes de Secundaria no distingue una noticia falsa de una verdadera. Lo cual es tan preocupante como poco sorprendente, porque a los adultos, incluso con titulación universitaria, nos ocurre casi lo mismo: no creemos lo que leemos, sino que leemos lo que creemos. Nos tranquiliza confirmar nuestros prejuicios. Qué felicidad descubrir en otros el fulgor de nuestra Weltanschauung, por decirlo en la lengua astillada de consonantes fenomenológicas y ceñudas de Hegel.

La opinión es un encapuchado que pone bombas lapa bajo la verdad para que esta haga cabriolas en el aire y se estampe contra el cielo. Y la opinión, esa yihadista armada hasta los dientes con emoticonos de folletín, siempre gana. O casi. Recuerdo a una profe de Odontología muy bien considerada en su gremio que fue mi dentista. Sudé la gota gorda en WhatsApp —yo entonces aún trabajaba gratis para Zuckerberg— hasta convencer a la docente, o medio convencerla, de que era mentira que los inmigrantes recibieran cuatrocientos euros nada más bajar del cayuco como propalaban los turiferarios de cierto partido de cuyo nombre no quiero acordarme. Y le abrumé la pantalla con un montón de datos contrastados. No obstante, ¿cómo iba a ser falsa aquella noticia, porfiaba ella, si se la había enviado un colega que en los congresos se caracterizaba por su impecable rigor científico? Le respondí que Shakespeare sabía construir personajes imponentes como catedrales, pero ¿viviría ella en una casa de ladrillos levantada por Shakespeare, que poco o nada sabía de arquitectura? “No sé, no sé”, terqueaba la profesora.

Obviamente, los bulos, la manipulación, el engaño, las noticias falsas han existido siempre. Están ya en la Biblia. Rebeca, por ejemplo, instó a su hijo Jacob a ponerse una piel de cordero para usurpar la identidad peluda de Esaú —phishing ya en el Génesis— y engañar así a Isaac, el padre de ambos, tan chocho como ciego, y tan ciego como crédulo. Mediante ese ardid, Jacob logró que Isaac aprobase y bendijese la primogenitura, que él había comprado a su hermano Esaú a precio de ganga. Solo le había costado un plato de lentejas. Más o menos como a los fondos buitres adquirir los pisos públicos que les entregó Ana Botella.

Saliendo del mundo bíblico, pero continuando en el universo de la fullería, pienso en lo que el filósofo Giorgio Agamben llamó “el Auschwitz de la sociedad del espectáculo”. Me refiero a la matanza fake de Timisoara, que la prensa internacional se tragó; todo era válido con tal de destruir el gobierno comunista de Ceaucescu e imponer el sensible y angelical capitalismo en Rumanía. Cuando se supo que aquellos cientos de cadáveres habían sido desenterrados de cementerios y recogidos de las morgues para mutilarlos después y ofrecer al mundo el testimonio de la barbarie roja, Ceaucescu y su mujer ya habían recibido 120 impactos de bala frente al pelotón de fusilamiento. Igualmente, y sin más pruebas que sus incendiarias palabras, los nazis atribuyeron a los comunistas la quema del Reichstag, lo que permitió a Hitler subir al poder.

¿Otro par de mentiras interesadas? Ahí van. Gracias a la campaña de desinformación del gobierno de Aznar, en España aún hay quien cree que los atentados de Atocha de 2004 fueron obra de ETA. O que existió la batalla de Covadonga, un invento tardío de la corte leonesa de Alfonso III para presentar al monarca como heredero del reino visigodo, y cuya narración, según ha investigado el profesor José Luis Corral, es una copia de Jueces y Macabeos, dos libros del Antiguo Testamento, lo cual no impide que cierto grupo político de cuyo nombre sigo sin querer acordarme falsifique lo de Covadonga para acomodar la historia a sus histerias. Y podríamos seguir con los negacionistas climáticos, los antivacunas, etc. La lista es larga.

Que siempre han existido los bulos es evidente. Hoy, sin embargo, se han multiplicado al calor de las redes sociales. Hasta hace poco, estábamos relativamente protegidos de las fake news porque la información tenía un marco, un contexto. Era la época en la que todos éramos del PP: de Pan y Periódico, esa dualidad en la unidad, como la cara y la cruz de las monedas. In illo témpore, salíamos a la calle y forrábamos la barra del pan con el diario, cuyas páginas —crujientes de titulares y olorosas a fax cosmopolita en la sección de Internacional— abríamos en las mañanas de cruasán y domingo en el café. Sabíamos que lo que íbamos a leer allí era historia. Internet acabó con esa certeza.

Y es que cada vez son más los que abrevan información no en los periódicos, no en los telediarios, sino en Twitter, Telegram o WhatsApp, donde se conoce que el periodismo auténtico —ese que verifica datos, indaga, contextualiza— lo hace mejor tu tía Matilde en su Facebook de juanetes y bata guateada que cualquier reporterillo con treinta años de experiencia y deontología en el boli.

De modo que, en caso de duda (¿será verdadera o falsa esa noticia?), no creas jamás al periodista, sino a tu sesudo equipo de investigación de Telegram, ese que destapó casos tan impactantes como que el coronavirus no existe; que la Tierra es planísima y don Quijote, un guerrillero manchego de las FARC; que los incendios son provocados por los rayos láser de Mazinger Z; que el plató donde se escenificó la llegada del hombre a la luna lo ha comprado Putin en Wallapop (en secreto, claro) y cosicas así. Y tampoco dudes de que por el mar corren las liebres. Tralará.