No hay reunión social que se precie donde no se hable del malísimo de Donald Trump y su amigo Elon Musk; de la bronca a Volodímir Zelenski y lo grande que está haciendo a Vladimir Putin con tal de terminar la guerra. Sin contar el desprecio a una Europa poco acostumbrada a que le den un cachete y la manden callar, como a una niña traviesa. Luego pedimos otra ronda al camarero y podemos hablar del Real Madrid, de Sánchez y, si queda tiempo, de los catalanes. Y cada uno a su casa hasta la próxima cerveza.
Resulta ciertamente curioso el desapego de la oposición política española, principalmente el PP, al dejar más solo que Launa al Gobierno en la crisis mundial más importante después de la Segunda Guerra Mundial. Tal si no fuera con nosotros. Como buenos burgueses acomodados, esos problemas parecen de fuera y a lo que hay que dedicarse es a criticar hasta la corbata del presidente Sánchez, para desacreditarlo y conseguir el poder a cualquier coste, aunque sea aplicando la política de tierra quemada.
Todo está ligado. La política migratoria con la Financiación Autonómica; el Salario Mínimo con los niveles de consumo; el gasto militar con su impacto en políticas sociales; la vertebración territorial con las infraestructuras; la defensa estratégica de europa con las bases norteamericanas en suelo andaluz; y así podríamos citar un sinnúmero de encadenados que deberían implicar a toda la clase política y dejar de hacer la guerra por su cuenta. Nos estamos jugando el futuro de nuestros hijos y a algunos les ciega el ansia de poder.
Puede que haya otra explicación para todo esto. Que el Trumpismo ya ha llegado a España y se ha instalado con cierta comodidad. Vemos cómo la ultraderecha tiene agarrado al PP de Feijóo por el cuello sin que toque el suelo con los pies; dejando el camino abierto a la presidenta madrileña, cuyas políticas neoliberales convierten en un avanzado progresista al vicepresidente norteamericano JD Vance, sentado al ladito de Trump y aprendiendo de él para sucederle en cuatro años. A lo mejor es que el negocio ahora es arengar a las masas para que asalten el poder y cierren sus fronteras a la inmigración; o dar más razón al presunto delincuente que al seguro culpable fiscal, según los medios que avalan la guerra abierta contra el Gobierno, aunque sea a costa del equilibrio informativo y la verdad.
A lo mejor es que cierta clase política, acostumbrada a relacionarse con presuntos delincuentes, ha aprendido de Trump que puedes estar condenado y ser presidente, siempre que manejes tus hilos de manera agresiva, reduciendo al mínimo las opciones de los ciudadanos para llegar a los resquicios de la verdad. Con esta realidad, no habría que descartar la presencia de Ábalos en futuras formaciones políticas, con Koldo de jefe de Gabinete, haciendo negocios con Correa.
A lo mejor es que es más rentable dar pábulo a los terraplanistas en horas de mayor audiencia, que gastarse el dinero en informar con cierta fidelidad de lo que está ocurriendo por el mundo, por ejemplo en Gaza o en Ucrania. Eso es de progres mal encarados, dicen algunos. O de feministas reprimidas, dicen otros, ahora que llega el 8 de marzo. La dinámica se vuelve peligrosa. Tremendamente opaca para el ciudadano, sobresaltado, temeroso y, por lo tanto, destinado a pensar con la barriga.
Trump quiere que el mundo entero se parezca a Abu Dabi, el país de la economía desatada y de la escasa regulación, paraíso de quienes aman el bienestar de su dinero, con independencia de cómo lo hayan conseguido. No seamos hipócritas con la cerveza en la mano. El Trumpismo está ya entre nosotros.