Hay dos tipos de viaje. Uno es el viaje interior. Noli foras ire, in te ipsum redi, aconsejaba san Agustín. Un viaje este, el interior, en que, como decía el poeta Cavafis, no te encontrarás al Cíclope ni a los lestrigones si no los llevas ya dentro de ti. Otra forma es el viaje exterior. Yo me he desplazado estos días a la casa de unos amigos de Sayago (¡gracias, Rocío!) para curarme de mi Madrid interior. Y también para empezar el año nuevo con aire limpio en la prosa, que se me estaba contaminando de tanta política. O de tanta falta de política.

Pues bien, lo que sigue casi lo contó Antonio Colinas en un poema que dedicó a Yuste. Como le ocurrió a él con esta localidad, yo también sé que nunca me moveré de Sayago, aunque me vaya mañana de este rincón de piedra de Zamora. Sé que me quedaré en estos peñascos. En el cielo de granito azul. En los robles que aún no han acabado su estriptis otoñal. En la harina de Ángel, el panadero de Villar del Buey. En las huertas donde hibernan el centeno y la escarcha. En los cercados de piedra. En ese palomar solitario y torcaz de Torregamones. En la numerosísima y acogedora familia de Felipe. En la amistad parda de los burros. En un libro de Tere Guerra. En el guiso de patatas con carne de Consuelo. En la alondra y los estorninos. En los arroyos y riveras. En los rezos de Cecilia, la curandera de Roelos. En la paja que rumian las vacas de la raza sayaguesa de Antonio, altísimas y como amuralladas de negrura, dulcemente prehistóricas. En el silencio afectuoso de las callejas de Fermoselle. En las conversaciones con Rocío y Germán.

Sayago, en fin, es mi claustro, mi celda de monje, mi hortus conclusus. Aquí todo el mundo es rico, porque solo eres pobre cuando no das. Por ejemplo, un anciano recupera su infancia mirando el centeno que despunta y te entrega en la voz un costumbrismo antañón de colleras, de bieldos, de tornaderas, de guadañas, de trillas en las tardes de trigo de agosto. Otro ejemplo. Alguien que no conoces te paga sin que lo adviertas las lentejas estofadas en un restaurante de Torrefrades.

No, nunca me iré de aquí, aunque me vaya. Sayago es la casa del padre, una categoría del espíritu, un trébol de cuatro hojas. Lástima que no haya plata suficiente para pagar tanto oro. Y lástima mayor que yo solo tenga palabras. Palabras de niebla que apenas cantan.