Al sur de la nada y al oeste de ningún sitio, justo a la orilla del río y a la sombra de un palacio, duerme un pueblo o un barrio, nunca he conseguido saberlo.

Es pequeño y con cicatrices de callejuelas que suben y bajan y serpentean como si quisieran que perdieran el rumbo los visitantes despistados, que son muchos. Calles con nombres de curas antiguos, de médicos matasanos y hasta de la guardia civil, que allí es quien tiene el mando.

Se entra por un cuartel que guarda la carretera, como mandan los cánones. Una rotonda arranca una cuesta que va cruzando los bares y las terrazas hasta llegar a la iglesia, a su Cristo y a quienes vienen a adorarlo. De frente, desde la verja, ríen los ciervos. Se acercan un par de pájaros en busca de pan o patatas fritas que se caen de los platos de las terrazas que blanquea la espuma de las cervezas que refrescan las gargantas de los devotos en verano.

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