Apenas ha pasado una semana desde que se exhumó el cadáver del genocida Queipo de Llano de la basílica de la Macarena, y la derecha española ya ha encontrado recambio donde poder peregrinar cara al sol. Cierto es que Millán Astray no es un genocida tan completo como Queipo, y quizá por eso el PP dejó que de esta misión menor se encargara un dirigente de tan escasa talla como Almeida.

Casi a la misma hora en la que el alcalde de Madrid gritaba internamente "Viva Franco" y "Muera la Inteligencia" en plena Avenida de la Castellana, al otro lado del Atlántico, quien todavía es su jefe decía que el golpe de estado del Generalísimo y la posterior Guerra Civil que provocó centenares de miles de muertes, no fue más que un malentendido entre nuestros abuelos y que ya está bien de tanto recordarla.

Y es que la derecha española tiene una piel muy fina para lo que le toca de cerca y más gruesa que la de un rinoceronte para lo que considera ajeno. Ocurre con frecuencia que al mismo tiempo que un dirigente del PP se mofa en público de quienes siguen buscando los huesos de sus familiares por las cunetas de las carreteras, otro utiliza los muertos de ETA para condenar la subida de las pensiones porque las apoya Bildu.

Lo que sienten muchos mandatarios del PP por los familiares de las víctimas de la dictadura no es simple insensibilidad, es ancestral desprecio. Junto a las fortunas de sus antepasados, producto del saqueo de cuarenta años de dictadura, han heredado la aversión que sentían los verdugos por sus víctimas. Parten del convencimiento de que no todos somos iguales y de que sigue habiendo clases, incluso después de muertos.