La lucha por los derechos de lesbianas, gais, trans y bisexuales es una de las causas más bellas en las que puede militar una persona. Constituye una defensa, sin fisuras, de valores altísimos. En lo individual supone, por lo general, una entrega y compromiso personal que se basa en la propia visibilidad como herramienta de defensa de los derechos. Salir del armario, ponerse frente a la adversidad de una sociedad que discrimina, es uno de los actos más revolucionarios que puede realizar alguien a lo largo de su vida. Cambia la propia mente y la mente de los que nos rodean, pero también libera del yugo del odio secular que nos señala y discrimina.

En lo colectivo supone la defensa de principios reconocidos en los textos de derechos más comprometidos y revolucionarios -que se forjan desde ese compromiso individual también- desde declaraciones hasta constituciones de estados que fundamentan en esos valores su orden social. La dignidad de miles de vidas, la igualdad en el trato y en las oportunidades y sobre todo la libertad para ser quien cada cual es realmente, sin miedo ni opresión. 

Es de justicia señalar algunas de las motivaciones más importantes que mueven o han movido cada día a miles de hombres y mujeres en la exigencia del cumplimiento de estos valores colectivos. La lucha por el acceso al matrimonio en igualdad de condiciones que el resto de la ciudadanía, pero también a la adopción, a la igualdad de trato de nuestras familias diversas, contra la violencia y el acoso, contra la discriminación, el odio y el prejuicio. El acceso a las técnicas de reproducción asistida de mujeres lesbianas. La consolidación del reconocimiento de estos derechos en los textos normativos, en el caso de nuestro Estado en el ámbito autonómico, visiblemente, o la conquista del espacio público como ciudadanía de primera. El respeto, la consideración, la dignidad, la integridad física y moral de las personas trans, especialmente las más vulnerables, las menores y mujeres. Todas reivindicaciones sociopolíticas, y en definitiva relativas al respeto del derecho a ser lo que cada cual es, sin miedo ni interferencias. 

Y a pesar de que son múltiples las causas del compromiso del activismo LGTBI no se encuentra entre ellas la lucha por la legalización del alquiler de vientres. No está, por más que se busque en la agenda de la defensa de los derechos de lesbianas, gais, bisexuales, trans e intersexuales, la explotación de los derechos reproductivos de las mujeres. No forma parte de la agenda porque no se corresponde con el acceso igualitario a ningún derecho: el "hombre cis" no puede gestar y, por lo tanto, no puede pretender suplantar esa capacidad biológica. Lo que no es posible es imposible y es imposible lo que no es posible. Los varones no pueden pretender el acceso a esta vía como una demanda social, porque no se compadece con ninguna lucha legítima al estar basada, en esencia, en el acceso a terceras personas -mujeres- sobre las que se construye una vulneración de raíz de sus derechos humanos más elementales.  

Indiscutiblemente la paternidad es un hecho bellísimo y un sentimiento legítimo. Como legítima es la satisfacción del mismo. Para ello el Estado, la Administración y los Poderes Públicos garantizan a padres solteros y familias homoparentales formadas por hombres gais su acceso igualitario. Sería, por el contrario, una lucha verdaderamente importante reivindicar la aceleración de los procesos de adopción y la flexibilidad en los mecanismos de acogimiento preadoptivo y acogimiento familiar. Siempre observando que el único "derecho" a preservar no es el de los padres y las madres adoptivas a formar una familia, si no el interés superior del menor a tenerla para garantizar su adecuado desarrollo personal, social y afectivo. En efecto, no existe el derecho a ser padre, ni siquiera en el ámbito de la adopción, sino el derecho de los menores a tener una familia que les quiera y proteja.

El movimiento asociativo LGTBI no se posiciona, ni a favor ni en contra, en relación con esta práctica. Porque no es exclusiva, acceden a ella mayoritariamente matrimonios heterosexuales, y porque, en definitiva, no constituye una lucha por los derechos individuales o colectivos de las personas LGTBI. Posicionarse a favor, evidentemente, rompe con con nuestros valores feministas y supone dar carta de naturaleza a un modelo de sociedad deshumanizada donde las personas tienen un precio y se pueden adquirir a través de un contrato de compraventa. Y ningún sentimiento, por bello y sobresaliente que sea, legitima la trata humana. Es decir, el fin no justifica los medios.

Precisamente por esto es el momento de la valentía, porque no posicionarse en un asunto que vulnera los derechos de la mitad de la población es una contradicción insostenible. Es contradictorio, más todavía, entre organizaciones que se proclaman feministas. Si somos feministas, si nuestra tradición es feminista, si nuestra causa es la causa feminista tenemos la obligación de adoptar una firme posición ética frente a esta amenaza por los derechos de las mujeres. Luchamos por lo mismo, por la igualdad y en contra de una sociedad patriarcal que construye un sistema de opresión cuyos mecanismos de violencia son similares a mujeres y personas LGTBI. Tomar una posición frente a esto es una obligación moral del activismo y debe constituir un compromiso vital, personal y colectivo.

Pretender apropiarse de los derechos de las mujeres, negárselos o comerciar con ellos, es patriarcado, es machismo y es misoginia. Y no se va a hacer en mi nombre.