Hay dimisiones que dignifican y otras que avergüenzan. La de Carlos Mazón pertenece, sin duda, a la segunda categoría. No se marcha por ética ni por responsabilidad, sino porque ya no podía resistir la presión política, judicial y social. No dimite: lo dimiten los hechos, la realidad y la indignación ciudadana tras la DANA que devastó la Comunidad Valenciana. Mazón se va sin reconocer errores, sin pedir perdón, sin asumir fallos. Su despedida no ha sido un gesto político, sino un cierre amargo y moralmente decepcionante.

El discurso de Mazón pasará a la historia como una dimisión fría y calculada, sin autocrítica. Evitó incluso pronunciar la palabra “dimisión”. En lugar de rendir cuentas, optó por el papel de víctima, como si él fuera el damnificado de una catástrofe que su Gobierno gestionó tarde y de forma descoordinada. Dijo que “no puede más”, pero la sociedad hace tiempo que tampoco puede más con políticos que eluden su responsabilidad.

La escena, más que política, fue un error moral. Mazón se despidió diciendo “me habría ido antes”, mientras todos saben que se aferró al cargo durante un año. Afirmó que lo hacía “por la presión”, cuando la única presión que pareció importarle fue la de su partido, no la de las familias que perdieron a sus seres queridos.

La caída de Mazón no es un gesto regenerador del PP, como intenta presentar Feijóo. Es la confirmación de que el partido solo reacciona cuando no tiene otra salida. Mazón no ha dimitido porque Feijóo se lo pidiera —de hecho, nunca se lo pidió—, sino porque la justicia y la indignación social lo han arrinconado. Lo ha derribado la presión de las víctimas y de la sociedad, no la ética de su partido. Feijóo llega, otra vez, tarde, con su habitual silencio como coartada.

Hace un año, cuando la DANA arrasó la Comunidad Valenciana, Mazón desapareció de la escena pública. Las alertas estaban sobre la mesa, las decisiones dependían de la Generalitat, pero el mando autonómico falló estrepitosamente. Mientras el agua se llevaba vidas, hogares y esperanzas, el president brillaba por su ausencia. No lideró, no coordinó, no acompañó. Su Gobierno reaccionó tarde y mal, como reflejan diversos informes técnicos y testimonios.

Y, pese a todo, Feijóo salió entonces a defenderlo. Aseguró que Mazón había estado “al pie del cañón”, que había gestionado “con eficacia” la emergencia y que había sido informado al minuto de todo lo que ocurría. Sus afirmaciones no se ajustaban a la realidad. Lo hizo por cálculo político, para no perder un bastión territorial en manos del PP. Mazón fue su protegido, su apuesta personal, su “modelo de gestión”. Hoy ese modelo se derrumba, y con él se resiente la credibilidad de Feijóo.

Pero el problema no es Mazón. El problema es el PP. Porque Mazón no es una excepción: es la regla. Es el producto de un partido acostumbrado a transformar el error en relato y la propaganda en método. Es el mismo PP que con Rajoy minimizó la crisis del Prestige, que con Aznar gestionó de forma polémica la información sobre el 11M, que con Ayuso culpó a los médicos durante la crisis sanitaria en Madrid, y que con Moreno Bonilla enfrenta un deterioro de la sanidad pública andaluza mientras presume de gestión. Mazón no ha inventado nada: solo ha seguido el manual.

Y ese manual se resume en tres verbos: negar, resistir, mentir. Negar la realidad, resistir mientras puedan y no reconocer la verdad hasta el último minuto. Mazón los ha cumplido al pie de la letra. Negó la gravedad de la DANA, resistió un año gracias al silencio cómplice de Feijóo, y distorsionó los hechos incluso en su despedida. Dijo que fue víctima de una “campaña”, que “todo se exageró”, que “actuó con responsabilidad”. Lo afirmó mientras los autos judiciales lo desmentían punto por punto.

Feijóo, que ahora pretende marcar distancias, forma parte del mismo problema. Ha tardado un año en soltar la mano de su protegido, un año en asumir lo evidente, un año en mirar a las víctimas a la cara. Su silencio no fue prudencia: fue debilidad política. Y cuando intervino fue para, en varias ocasiones, elogiar a Mazón y ponerlo como ejemplo. Y, ahora, su tardía reacción no es liderazgo: es miedo. Miedo porque el caso Mazón se le está volviendo en contra en plena precampaña. Miedo a que los votantes le recuerden que fue él quien lo amparó.

La derecha española vive instalada en esa actitud defensiva. No se disculpa, no asume, no rectifica. Cuando hay tragedia, se esconde. Cuando hay preguntas, responde con evasivas. Cuando hay víctimas, guarda silencio. Lo hizo Mazón, lo han hecho otros dirigentes autonómicos. El PP ha convertido el poder en una coraza frente a la crítica. Y por eso, tras la caída de Mazón, convendría mirar también hacia Madrid y Andalucía: allí se gobierna con un patrón similar de soberbia y negación.

Ayuso aún no ha aclarado plenamente la gestión de las residencias de mayores durante la pandemia, una cuestión sobre la que la oposición y las asociaciones de familiares siguen reclamando respuestas. Moreno Bonilla continúa afrontando fuertes críticas por la situación de la sanidad pública, los cribados de cáncer y las enormes listas de espera. Ambos representan, cada uno en su ámbito, un modelo de gestión que prioriza la comunicación y la imagen por encima de la autocrítica y la empatía.

Mientras tanto, Vox se frota las manos. La dimisión de Mazón —ya firmada oficialmente el lunes por la tarde— activa el reloj electoral en la Comunidad Valenciana. PP y Vox tienen ahora un plazo máximo de dos meses y medio para consensuar su sucesor. Si no lo logran, se convocarán elecciones anticipadas.

Es, por tanto, un regalo envenenado para Feijóo: o entrega el poder a Vox en el Consell, o afronta unos comicios con un PP desgastado, dividido y sin liderazgo. Y mientras intenta salvar la fachada, la extrema derecha crece sobre el desgaste moral de un PP que no termina de aprender. Feijóo se enreda en falsas moderaciones. Sigue dependiendo de quienes niegan la violencia machista, el cambio climático o los consensos democráticos básicos. Él también ha caído en las garras de Vox.

Las víctimas de la DANA no necesitaban esta escenificación. No necesitaban ver a Mazón fingiendo emoción, ni escucharlo proclamarse víctima de una conspiración mediática. Necesitaban verdad, responsabilidad y respeto. No lo tuvieron entonces, y tampoco lo han tenido ahora. Porque el PP, fiel a su tradición, ha preferido cuidar su imagen antes que reparar el daño.

Mazón se va, pero no aclara nada y, por lo tanto, nada cambia. Porque el problema no era él: era —y sigue siendo— su partido. Su dimisión indecente no cierra una etapa, solo la retrata. Retrata a un PP que protege a los suyos hasta que se queman, que convierte el error en relato y la vergüenza en discurso. Mazón ha caído, sí. Pero Ayuso y Moreno Bonilla siguen ahí, repitiendo la misma fórmula de negación y soberbia.

Y Feijóo, una vez más, calla. Calla porque sabe que no puede decir nada sin delatarse. Calla porque Mazón no era una manzana podrida, sino parte del árbol. Calla porque, al final, lo que se ha hundido con Mazón no es un presidente autonómico: es la fachada entera de un partido que lleva demasiado tiempo confundiendo poder con impunidad.

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