La cosa está fea, muy fea, para Alberto Núñez Feijóo. No se sabe si llegará a comerse los turrones en Génova, pero cada día son más las voces dentro del Partido Popular que piden que se marche. Porque mientras él siga al frente, el PP no despega. Y eso, en política, es una condena con fecha de caducidad.
Feijóo aterrizó en Madrid con fama de ser el hombre tranquilo, el gestor sensato, el gallego moderado que pondría orden tras la implosión de Pablo Casado. Tres años después, su figura se ha desinflado. Su autoridad interna se erosiona, las encuestas se estancan y los barones comienzan a moverse. En Génova se respira ese aire espeso que precede a los relevos inminentes. Feijóo se tambalea, y cada vez son menos los que creen que aguantará mucho más.
Feijóo prometió moderación, pero ha acabado prisionero de sus propias dudas. Ni convence al votante de centro ni compite con Vox. En su intento de contentar a todos, no entusiasma a nadie. Su discurso se ha vuelto previsible, su tono plano y su estrategia incomprensible. En sus intervenciones ya no hay iniciativa, solo respuesta. Y en un escenario político cada vez más exigente, Feijóo aparece como un líder cansado, sin reflejos ni rumbo.
La caída no ha sido brusca, sino constante. Cada silencio ante un exceso, cada contradicción, cada gesto de debilidad ha ido vaciando su liderazgo de contenido. Muchos dirigentes regionales lo respetan por inercia, no por convicción. En privado, algunos lo resumen con ironía: “Feijóo ya ha tocado techo… y está empezando a cavar”.
El partido atraviesa un momento de desconcierto. Feijóo no manda, observa. Se limita a mirar cómo Ayuso impone su agenda desde Madrid, cómo Mazón se pliega a Vox en Valencia y cómo Moreno Bonilla soporta el desgaste por la crisis sanitaria andaluza. Su estilo, basado en la prudencia, ha terminado pareciendo simple desinterés.
El líder que prometía orden y coherencia se ha convertido en un espectador de su propia descomposición. Ni corrige, ni marca rumbo, ni ejerce autoridad. El PP navega sin timón, mientras Feijóo intenta que nadie note que el barco hace agua. Pero en política, la ausencia de dirección se nota, y mucho.
Feijóo ha hecho del silencio una táctica. Pero el silencio, cuando se repite, se convierte en complicidad. Calló cuando Ayuso permitió bulos sobre el aborto, cuando Mazón recortó fondos contra la violencia de género o cuando Moreno Bonilla dejó sin médico a miles de andaluces. Y volvió a callar cuando Miguel Ángel Rodríguez, jefe de gabinete de Ayuso, reconoció ante el Supremo haber mentido para atacar a la Fiscalía.
Aquel episodio marcó un punto de inflexión. Mientras medio país se escandalizaba, Génova justificó el asunto con una frase delirante: “Mentir no es delito”. Feijóo no dijo nada. Y ese silencio —otra vez— sonó a rendición. Su liderazgo ya no se mide por lo que dice, sino por todo lo que evita decir.
En el PP, el malestar crece a fuego lento. Los barones autonómicos empiezan a impacientarse, las federaciones se inquietan y los rumores de relevo ya circulan sin pudor. Algunos dirigentes hablan abiertamente de un “cambio tranquilo” tras las elecciones europeas. Otros, más impacientes, creen que el partido no puede esperar tanto.
Las encuestas internas no ayudan: el PP se estanca y Vox recupera fuerza. Y mientras tanto, Feijóo transmite fatiga. Sus colaboradores más próximos lo notan: menos energía, menos ganas, menos convicción. Como si él mismo hubiera asumido que su tiempo se agota. En los pasillos de Génova ya se escucha una frase que resume el ambiente: “Feijóo no emociona ni a los suyos”.
El paralelismo con Pablo Casado se hace cada vez más evidente. Como él, Feijóo fue recibido como el salvador del partido, y como él, se ha convertido en su principal problema. Ambos intentaron mantener el equilibrio entre la moderación y la radicalidad, y ambos acabaron cayendo al vacío.
En 2022, Feijóo llegó para cerrar la etapa de los enfrentamientos internos. Hoy, esas tensiones vuelven con fuerza. Las filtraciones se multiplican, los apoyos se enfrían y las conspiraciones se mueven con discreción. El PP huele a descomposición, igual que en los últimos meses de Casado. Solo falta que alguien dé el paso.
El PP de Feijóo es un partido en pausa. No ilusiona, no sorprende, no propone. El gallego se ha convertido en un político previsible, incapaz de marcar una dirección clara. Habla de economía sin cifras, de regeneración sin ejemplos y de unidad sin liderazgo. Su discurso suena a pasado.
Mientras tanto, Ayuso crece. Marca agenda, genera titulares y mide los tiempos. Su entorno, cada vez más envalentonado, se ve ya como el futuro del PP. Lo mismo ocurre con algunos dirigentes andaluces, que, con más discreción, empiezan a mover ficha. Todos huelen lo mismo: fin de ciclo.
Feijóo se ha convertido en lo que más temía: un líder de transición. Alguien que llegó para calmar las aguas, pero que acabará arrastrado por ellas. Su mandato se parece cada vez más a un paréntesis, un tiempo muerto en la historia del partido.
En la sede nacional del PP, la inquietud es palpable. Los equipos de comunicación filtran calma, pero el ambiente es de fin de etapa. Se multiplican las reuniones discretas, los mensajes cruzados, las sonrisas de compromiso. Los mismos que hace dos años lo recibían entre aplausos hoy lo observan con distancia.
En política, cuando un líder pierde el respeto interno, ya está sentenciado. Los dirigentes populares saben que no pueden seguir cayendo en las encuestas mientras Vox crece. Y saben, también, que el desgaste de Feijóo es ya irreversible. La pregunta no es si habrá relevo, sino cuándo.
Nadie lo dice abiertamente, pero la pregunta se repite en cada conversación política: ¿será esta la última Navidad de Feijóo en Génova? Algunos piensan que resistirá hasta las europeas. Otros apuestan por un adelanto del movimiento interno. Pero la sensación general es inequívoca: su ciclo se acaba.
El hombre que iba a devolver la serenidad al PP ha terminado generando el mismo ruido que prometió evitar. Y el partido, lejos de consolidarse, se hunde con él. Las grietas son evidentes, los aliados escasean y los enemigos esperan su momento.
Quizá Feijóo llegue a diciembre todavía sentado en el despacho de Génova. Pero lo que ya nadie se atreve a apostar es que siga ahí en primavera. En política, cuando todo el mundo empieza a preguntar si un líder llegará a Navidad, la respuesta suele ser que no.
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