No cesamos de repetirlo. Vivimos una escalada de violencia que nos afecta profundamente. La palabra “guerra”, casi descartada de nuestras conversaciones, se ha instalado con una naturalidad que da miedo. Ya no la decimos en voz baja, ni ponemos dos comillas imaginarias pintadas con nuestros dedos en el aire para hablar de ello.

Y es que las cosas han cambiado. Hasta hace un par de años, en que la invasión rusa de Ucrania cambió nuestros parámetros, la guerra era algo que ocurría muy lejos, y, cuando los informativos se referían a algún conflicto armado, lo hacían de un modo que nos resultaba casi totalmente ajeno. Nuestra zona de confort estaba a salvo.

Sin embargo, las cosas no eran tan diferentes como podemos creer. Entonces y ahora el número de conflictos armados activos en el mundo supera los cincuenta. Es decir, que hay, como mínimo, cincuenta lugares en el mundo donde la gente muere cada día, donde hay niñas y niños asesinados, hambrunas, epidemias y todo tipo de crímenes de guerra que acompañan a la guerra misma. Un sufrimiento que, desde la comodidad de nuestros sofás, es casi imposible de imaginar.

Pero, de pronto, la guerra se acercó a nuestras fronteras, y empieza a tocar de una modo insistente y alarmante a nuestras puertas y a nuestros intereses. La guerra ya no es algo lejano que ocurre en lugares como Yemen, Siria, Birmania o Burkina Faso. Ocurre en nuestro entorno, amenaza nuestra seguridad e incluso vacía las estanterías de nuestros supermercados o afecta a lo que hemos de pagar por las cosas. O sea, adiós a la zona de confort. Tal como suena.

Lo que está ocurriendo en Ucrania y en Gaza nos ha sacudido por varias razones, y nos sentimos apelados como no nos hicieron sentir otras guerras. Se protesta en las universidades como veíamos en las películas que se hacía en la Guerra de Vietnam, y la guerra se ha incorporado a las tertulias de radio y televisión y las conversaciones de café.

Pero no podemos olvidar que cualquier guerra siempre se ceba sobre las personas más vulnerables. Sea en Ucrania o en Yemen, en Gaza o en Mali, y sea cual sea el color de la piel o la religión de quienes se ven envueltos en ella.

Tal vez si el mundo hubiera sabido reaccionar cuando estas cosas ocurrían en otros lugares, no escucharíamos ahora esos tambores de guerra tan cercanos. Esperemos que no sea tarde. Aunque para muchas niñas y niños y para muchas otras personas, ya lo es. Por desgracia.

SUSANA GISBERT
Fiscal y escritora (@gisb_sus)