Como la mítica princesa de Troya, Casandra, hay algunos que venimos augurando los peligros que se ciernen escondidos en las entrañas de nuestra democracia y que siguen repitiéndose, cíclicamente, como una maldición. No son ganas de hacer de Pepito Grillo, ni de aguarle las fiestas a nadie, pero la realidad de los antisistema en nuestras calles, incendiándolas, como en París, o de la extrema derecha instalada ya en gobiernos de países como Austria o Italia, no hacen prever un futuro muy alentador para las libertades civiles, los avances en el reconocimiento de los derechos humanos, ni siquiera para la salud y permanencia de los estados y sociedades democráticas. Hace unas semanas recordaba en este mismo espacio la conmemoración tímida del siglo del fin de la “Gran Guerra”, y del inicio de un periodo de entreguerras acompañado por la gran crisis económica del 29, el auge de los nacionalismos, los fascismos, el antisemitismo, que desembocó en la Segunda Guerra Mundial, provocando millones de muertos, y la persecución racial, intelectual y social, de la que, evidentemente, no nos hemos vacunado.

Tal vez el germen de la destrucción de la democracia como sistema esté en su propia naturaleza, como en todo, y lo que forma parte de su grandeza es también partícipe de su posible quiebra. Fue el historiador clásico Tucídides el que recogió en su libro sobre la guerra del Peloponeso el testamento de Pericles, uno de los adalides de la primera democracia, la ateniense, en el que tal vez respire la mejor definición de esta: “Tenemos un régimen político que no emula las leyes de otros pueblos, y más que imitadores de los demás, somos un modelo a seguir. Su nombre, debido a que el gobierno no depende de unos pocos sino de la mayoría, es democracia. En lo que concierne a los asuntos privados, la igualdad, conforme a nuestras leyes, alcanza a todo el mundo, mientras que en la elección de los cargos públicos no anteponemos las razones de clase al mérito personal, conforme al prestigio de que goza cada ciudadano en su actividad; y tampoco nadie en razón de su pobreza, encuentra obstáculos debido a la oscuridad de su condición social si está en condiciones de prestar un servicio a la ciudad”. Esta definición, que podría seguir vigente aún hoy, tuvo, sin embargo, respuesta en algunos filósofos de su tiempo como Aristóteles que en su “Política” aseguraba “que las democracias principalmente cambian debido a la falta de escrúpulos de los demagogos”.

¿Permaneceremos al margen? Nuestra propia historia debería ponernos en sobreaviso y movilizarnos, y hacernos más responsables, críticos y exigentes. La Democracia está en peligro

Fue sobre todo en Platón donde se evidencian los puntos débiles de este sistema cuando argumenta que “ni la mayoría representa a la voluntad general, ni necesariamente sus decisiones son las más juiciosas”. Este paradigma lo aplicaba Platón tanto a los electores cono a los elegidos, haciendo hincapié en algo aún más perturbador y es que, en muchos casos, sistemas democráticos, pervertidos por “demagogos” o “populistas”, y son términos usados tanto por Platón como por Aristóteles, acababan arrastrando a la sociedad a cambiar un sistema representativo con sus imperfecciones, como es la Democracia, a una tiranía. Sé que la democracia ateniense no es exactamente la nuestra pero, curiosamente, algunos de los aspectos y puntos débiles de aquella, que fue semilla de la de hoy, son los mismos ahora.

Una sociedad cada vez más apática, que se permitió el lujo de no votar casi en la mitad del censo como ha ocurrido en las últimas autonómicas andaluzas, y es tendencia en todas las locales, autonómicas y generales desde hace años, y cada vez menos formada -problema endémico de todos los gobiernos de uno y otro signo en nuestro país y en los demás-, no hace más que, en su dejación de responsabilidades, alentar a una turba cabreada, a la contra, o ultraconservadora, que añora los paternalismos dictatoriales y las falsas promesas de seguridad. Evidentemente pesa la falta de medidas, pedagogía, acción e ilusión de los partidos tradicionales, a menudo más enquistados en cuestiones internas que en solucionar los problemas de la ciudadanía. Ángela Merkel, que no es precisamente una radical de izquierdas, ha hablado claro, una vez más, sobre ese asunto cuando anunciaba su abandono del mundo de la política “en un tiempo plagado de extremismo y demagogia”. Mientras todos nos diluimos en la autocomplacencia fácil de las redes sociales, esa misma red vehiculiza radicalismos y movimientos que creíamos felizmente enterrados. Soy de los que cree que la democracia sí debería blindarse contra aquellos que se sirven de ella para desmantelarla, y debería prohibirse que pudieran concurrir antisistema, anticonstitucionales, negacionistas, supremacistas, nostálgicos de los fascismos, y todo aquel que llevase en su ideario y propuestas quebrar las reglas de juego, las conquistas civiles y los derechos humanos. El mal ya está dentro del sistema. Se sienta en gobiernos, parlamentos, y ocupa sin pudor páginas, espacios y calles ¿Permaneceremos al margen? Nuestra propia historia debería ponernos en sobreaviso y movilizarnos, y hacernos más responsables, críticos y exigentes. La Democracia está en peligro.