La brutal agresión homófoba sufrida en Madrid, reconocida luego como falsa por el denunciante, ha saltado al frente del debate político. No para buscar soluciones urgentes a la real escalada de delitos de odio y agresiones homófobas, al menos de momento, sino para convertirse en munición en la batalla polarizadora que vivimos desde hace años. Frente a los que vinculan el auge de Vox con el incremento de los delitos de odio están los defensores de la ultraderecha. Una labor a la que el Partido Popular se ha entregado con mayor denuedo incluso que los propios dirigentes de Vox.

El alcalde de Madrid y portavoz nacional del PP, José Luis Martínez Almeida se apresuraba a defender, unas horas después de conocerse los trágicos sucesos, que era “una equiparación injusta” señalar que los mensajes de Vox pudieran haber provocado semejante salvajada. La presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, quitaba hierro a que no haya creado todavía el Consejo LGTBi, como marca la ley de 2016 que Vox le exige eliminar: “Una cosa y la otra no tiene nada que ver”. Mientras, en Vox, no se esfuerzan tanto en negarlo. ‘¿Violencia homófoba? Serán los inmigrantes, oiga, a mí que me cuenta’, vino ayer a decirnos el aguerrido Ortega-Smith.

Decía el clérigo sudafricano Desmond Tutu que “si eres neutral en situaciones de injusticia, has elegido el bando del opresor” y la frase vale para la onerosa postura del Partido Popular de Pablo Casado en julio, cuando se abstuvo (con la honrosa excepción de Esteban González Pons) en el Europarlamento en la condena a las leyes homófobas del húngaro Víktor Orban. Y van más allá al defender a Vox. Cierto es que tanto Almeida como Ayuso deben sus sillones a la formación ultraderechista, pero con frecuencia el PP equipara a formaciones como Unidas Podemos, Bildu o ERC como el otro extremo del abanico y el PSOE no sale en masa a defender a estos partidos, de los que depende su gobernanza, cuando la derecha les acusa de terrorismo callejero o de la muerte de Manolete. Pareciera más bien que el PP siente una especie de contrición, sabedores del pecado original de pactar con la ultraderecha, o, peor aún, que se siente aludidos como árbol originario del que surgió la fruta de Vox y sabiendo que comparten votantes y hasta dirigentes de ida y vuelta.

En cualquier caso, apresurarse a culpar a Vox cada vez que conocemos una atrocidad homófoba sirve más a sus intereses de victimizarse que a una posible pedagogía sobre los peligros de la ultraderecha. Y siempre estará la duda de si Vox es la causa del crecimiento de los delitos de odio o la consecuencia parlamentaria de una involución en la sociedad española. Seguro que ambas opciones se retroalimentan, y existe un trasfondo, como señalan los sociólogos, de la habitual reacción conservadora ante el avance de derechos sociales, que provocan miedo a perder cuotas de hegemonía y privilegios. Todo regado con la mayor conciencia social que lleva a denunciar (aún así, solo se hace en el 80%-90% de los casos) y las nuevas tecnologías que permiten que estos sucesos se filmen y se difundan con mayor frecuencia.

No obstante, hay que tomarse en serio la posibilidad de retroceder y evitar la complacencia de las encuestas que señalan que España es uno de los países más tolerantes con el Colectivo LGTBi. Ni creer que los avances están grabados en piedra, que se lo digan a las afganas. O, sin ir más lejos, preguntar a los ciudadanos de Polonia y Hungría, miembros de la Unión Europea sumergidos en una espiral de intolerancia y homofobia. Países, por cierto, donde los inmigrantes suponen un 1,7% y un 5,4% de la población y donde Vox tendría difícil culparles de las agresiones homófobas. O no. Porque la ultraderecha practica con habilidad el Cherry picking y defiende que, en España, si los inmigrantes representan el 13% de la población, la culpa es suya porque estas agresiones son protagonizadas en un 77% de españoles. Un argumento ante el que hay que preguntarles qué opinan de el 91% de los agresores sean hombres. ¿O la violencia homófoba, como la machista, tampoco tiene género?

El retroceso, como una espada de Damocles, pende y puede tardar años en hacerse visible. Y de ellos sí tendrá la culpa Vox, pero quizás ya no estarán aquí para señalares. O estará, como decía la canción, “pero con otro rostro y otro nombre diferente y otro cuerpo”. Decir, con más o menos claridad, que cada voto a Vox es una agresión más en la calle es contraproducente. Pero sí hay que tener claro, y lo tiene que entender el PP sobre todo, que cada diputado nuevo de Vox son decenas de niños que no podrán recibir en sus aulas el bálsamo contra el veneno de la intolerancia de muchos padres. Son leyes que no incluirán la palabra diversidad o igualdad, conciertos que se cancelarán en nuestras plazas, ejemplos de superación que no saldrán en nuestras televisiones públicas, charlas que se boicotearán, instituciones de protección que no se crearán. Y así se abona la simiente del odio al diferente que necesita el retroceso para pasar de amenaza a realidad.