Leía hace unos días un artículo de prensa que recordaba que el pasado 14 de mayo se cumplieron exactamente 60 años de la boda de los reyes eméritos Juan Carlos I y Sofía de Grecia. Tras todo lo acontecido en la familia real, y tras todo lo que se ha hecho público, tanto en lo institucional como en lo personal, tras leerle me vino a la mente aquello tan sabio que decía Cervantes en El Quijote: “Nada es lo que parece, amigo Sancho”. Y tan “nada es lo que parece” que la familia que supuestamente es el ejemplo de familia y el modelo sacrosanto de familia a imitar ha resultado ser justa y precisamente todo lo contrario, es decir, el ejemplo a no seguir.

Y es que el modelo único que se nos ha impuesto hasta hace muy poco para formalizar las relaciones de pareja es una gran mentira, además de una cortedad monumental que parece haber sido ideado para encadenar nuestra libertad. El resultado es el que es: ni siquiera la familia modelo, embutida en un rígido protocolo real, es capaz de seguir ese único modelo que de algún modo supone, en lo afectivo, lo que en política supone una dictadura. Afortunadamente, a partir de 1975 la gente ya se ha podido tomar alguna que otra libertad eligiendo otros modelos afectivos y de convivencia. Y es que para las cosas de los sentires, como para tantas otras, los modelos impuestos son una aberración, sencillamente porque los sentimientos, las emociones, los sentires son libres en sí mismos y no tienen otro modo de existir que no sea en libertad. Decía Emma Goldman, una de las grandes precursoras de la emancipación de la mujer: “Hablan de amor libre, pero ¿acaso el amor puede ser otra cosa más que libre?”.

Es decir, ese único modelo afectivo que el cristianismo ha impuesto, las bodas religiosas indisolubles, tiene que ver con cualquier cosa que no sea amor, cosas como el control social, la manipulación de la afectividad, la obstrucción de la evolución natural de la propia vida; todo lo cual, por supuesto, nos aleja de la plenitud y de la felicidad, que es de lo que parece que se trata. De manera intuitiva, desde que era una niña me sonaba muy raro que habiendo tanta diversidad en los seres humanos hubiera sólo una única manera de oficializar los afectos. No tenía ningún sentido. Y a partir de cierto momento fui encontrando la explicación.

Hace unos años, un buen amigo, el editor y escritor Josemari Esparza, envió a sus amigos y contactos, por correo electrónico, uno de sus lúcidos artículos en el que contaba algo que me impactó y que me hizo una gran ilusión. Resumiendo mucho, a lo largo de toda la Edad Media y hasta el siglo XVI el Fuero General de Navarra estipulaba la manera en que se casaban las parejas mediante una tradición antigua y preciosa. Se trataba de ceremonias muy sencillas, que sólo requerían de dos testigos, en las que los novios se tomaban con la mano derecha y se prometían amor, mientras el amor existiera, con una especie de contrato que establecía los modos y condiciones en que se separarían, en el caso oportuno, manteniendo el cariño y la igualdad en lo referente a las posesiones y a los hijos, de haberlos.

Con las palabras preestablecidas (fórmulas en vascuence antiguo) que se intercambiaban los novios, se prometían amor y lealtad, aunque si la relación se rompía el contrato se rescindía, e incluso se consideraban lícitos futuros matrimonios por las dos partes. Se trataba de un modo natural, hermoso y libre de unir las vidas de las parejas de la época. Resulta increíble, pero hace cinco siglos existían, al menos en una parte del país, los matrimonios laicos, y el divorcio se contemplaba con total naturalidad.  Pero en el Concilio de Trento (1563) se invalidaron estos matrimonios que la Iglesia tachó de adúlteros y paganos (pagano o hereje es todo aquello que hace sombra al poder de la Iglesia), e impuso que sólo los matrimonios indisolubles ante un cura y registrados en el libro parroquial eran válidos. Curiosamente, los mismos que invocan a la tradición para justificar su pervivencia, se han dedicado durante veinte siglos a destruir tradiciones, costumbres y culturas anteriores, casi siempre mucho más humanas, avanzadas, racionales y civilizadas que las suyas.

Leía también hace unos días una noticia que confirma que casi la totalidad de los casamientos en la Comunidad Valenciana (nueve de cada diez) son civiles, algo que se puede hacer extensivo a todo el país. Y decía en su artículo Esparza que en algunos ayuntamientos de Navarra se ha vuelto a utilizar aquella fórmula medieval para bodas civiles y para parejas de hecho, rememorando aquellas antiguas bodas medievales que el cristianismo aniquiló. Es obvio, por todo lo cual, que, los matrimonios civiles son más antiguos que los matrimonios cristianos, y que ni el amor, ni nada relacionado con nuestra vida afectiva,  pueden sobrevivir en el miedo, la imposición y la falta de libertad. Porque, dejando de lado cualquier convencionalismo, en realidad, como decía el sabio Krishnamurti, amar a alguien es ayudarle a ser libre; y no lo contrario.