El fútbol es un fenómeno social, aunque algunos pretendan circunscribirlo exclusivamente a un negocio millonario –que lo es también-. Desde el calcio florentino, que se juega en la plaza Santa Croce de Florencia desde el siglo XVI, hasta nuestros días, en los que triunfa el fútbol moderno creado en Inglaterra en el siglo XIX, ha pasado mucha agua debajo del puente. Este deporte se ha convertido en un reflejo de nuestra sociedad. Como decía Fernando Fernán Gómez en aquel anuncio de cerveza, la Liga es la vida.

La retransmisión por televisión de todos los partidos posibles ha quitado público a los estadios. Pero un estadio sin público es un estadio sin alma. Por algo, cuando hay pocos espectadores, se sanciona a los clubes que no los ubican en las gradas que están frente a la cámara. La consigna es que parezca que haya más gente de la que verdaderamente hay, porque sin gente, no hay fútbol.

Nos congratulábamos el año pasado por la irrupción en el gusto del público del fútbol femenino. El termómetro era, justamente, los récords tras récords de espectadores que se batía en cada partido importante de las mujeres. Así se llenó San Mamés (en Bilbao), el Wanda Metropolitano (en Madrid), o el Mini Estadi (en Barcelona).

Es el único deporte que puede llenar estadios incluso en los países en los que no es el deporte más popular. Un deporte que no se puede explicar con estadísticas, aunque algunos se empeñen en hacerlo, contabilizando porcentajes de posesión del balón o tiros a puerta como si se tratara de tenis o de baloncesto.

Un deporte en el que David puede derrotar a Goliat una y otra vez. Los modestos pueden arruinar las temporadas de los todopoderosos y hasta ganar títulos. Ahí radica, probablemente, la transversalidad de este juego, que incide en todas las capas sociales. Por eso tenemos hasta un papa futbolero, el Papa Francisco, que levanta tres dedos en plena Plaza San Pedro, simbolizando los  tres goles que le había marcado su equipo, San Lorenzo, a Boca Juniors.

Un deporte que paraliza al mundo. Que lo siente tan propio, que no olvidará jamás las tragedias aéreas del Manchester United, del Torino o, hace poco, del Chapecoense. No importa si esos equipos eran ingleses, italianos o brasileños. Eran equipos de fútbol, eran equipos de todos. El fútbol no conoce fronteras. El Barça fue fundado por el suizo Hans-Max Gamper, el Real Madrid por los hermanos catalanes Juan y Carlos Padrós, y el club decano, el Recreativo de Huelva, por escoceses, ingleses y españoles.

Un deporte que ha sobrevivido a todo, incluido a su utilización política. No es casualidad que en España la Copa se haya llamado durante tanto tiempo Copa del Generalísimo. No es casualidad que cuando se produjo el golpe de estado de 1976 en Argentina, la primera decisión pública del dictador Videla fuera la de confirmar la realización del Mundial de 1978 en su país.

Ahora, el fútbol se encuentra ante otra prueba. Quizás la más difícil de su historia: sobrevivir a los estadios vacíos. Se especula con la posibilidad de que no se pueda a volver a admitir público en los estadios hasta dentro de un año y medio. Se hace difícil encontrar una solución a medio plazo, ante las exigencias de guardar una distancia de seguridad. Nadie puede imaginar un estadio con los espectadores sentados, cada uno rodeado de un círculo de asientos vacíos, en el mejor de los casos.

El coronavirus se está llevando todo por delante y, sin minimizar la verdadera tragedia de la pérdida de vidas, provoca una tremenda tristeza que se pierda al jugador número doce, que es la gente que va al estadio.