Dice literalmente Sánchez Dragó en su libro Carta de Jesús al Papa (2001), aunque quizás haya cambiado de opinión dados los virajes de sus posicionamientos ideológicos, que el cristianismo es la mayor estafa de la historia de la humanidad. Desde luego, informarse un poco sobre la historia del cristianismo, de las religiones en general, nos lleva a  cuestionarnos y rechazar las soluciones supuestamente “espirituales” que las organizaciones religiosas ofrecen para llenar los vacíos de las vulnerabilidades humanas; por más que se nos adoctrine intensamente desde la infancia.

Son muchos los males que las religiones acarrean a la humanidad. Sin irnos al pasado, en la actualidad muchos de los conflictos bélicos en activo tienen como causa primera la religión, de tal manera que podemos afirmar que el mundo, como decía John Lennon en su mítica canción Imagine, sería mucho más pacífico y más justo sin religiones. Volviendo a la afirmación de Dragó, una de las grandes estafas de la religión cristiana es que, aunque apela a la tradición para justificar su pervivencia y para exigir respeto, ella no ha respetado jamás a ninguna tradición ajena; y no sólo eso, además se ha apropiado de ellas.

Casi todas las fiestas cristianas tienen su origen en la usurpación o apropiación de antiguas celebraciones anteriores al cristianismo, a las que calificó de “paganas”, y de algún modo simbolizan esa eterna antítesis entre mito/dogma y naturaleza/razón. Ya sabemos que para la religión que acabó con el mundo clásico es pagano todo aquello que no le ha convenido o que no le era propio. La nativitatis cristiana sustituyó a las celebraciones romanas del Sol Invictus, que festejaban el Solsticio de invierno y el nacimiento de la luz del Sol tras la oscuridad otoñal. De igual manera, el cristianismo se apropió de las antiguas fiestas del Solsticio de verano, celebradas a finales de junio por todas las culturas precristianas en relación con la celebración de la alegría del Sol, la fertilidad de la tierra y el anhelo de buenas cosechas; y las hizo suyas otorgándoles un sentido y un significado diferentes.

En la cultura celta el encendido de hogueras era parte importante de la celebración del Solsticio de verano, una tradición extendida a otras numerosas culturas. El fuego es el símbolo de la renovación, de la quema de lo viejo y lo inservible, que deja nuevo espacio para la vida en su progresión. Con las hogueras los celtas invocaban a la fuerza del sol para que calentara la tierra y ayudar a germinar las semillas, y a crecer con fuerza y abundancia las siembras y las cosechas. El cristianismo ha admitido como parte de su tradición la quema de hogueras, pero imponiendo un nuevo significado relacionado con el nacimiento de Juan el Bautista, alejándonos, como siempre, de la espiritualidad natural propia de las culturas “paganas”, muchísimo más racionales, congruentes, inocentes, humanistas, integradoras y veraces.

En realidad, la historia del cristianismo, como de buena parte del poder tradicional, tiene que ver con alejarnos de nuestra sintonía con lo natural, porque somos parte de la naturaleza, y vivir en fusión con ella y con sus ciclos nos proporciona armonía, bienestar y plenitud. Para los celtas, que es una cultura que me encanta, los árboles y los bosques, por ejemplo, eran sagrados, y uno de sus grandes símbolos ligados a la espiritualidad. No es extraño que el cristianismo lograra acabar con la cultura celta quemando y talando sus bosques. Los árboles nos dan cobijo, leña, frutos, lluvia, belleza, oxígeno, abona el suelo que nos alimenta, y nuestro destino, lo queramos ver o no, va ligado a ellos. Sin bosques no hay vida, es fácil entender su simbolismo sagrado. Mucho más irracionales me parecen otros mitos religiosos que si procuran algo es miedo, culpa, sometimiento y apego a la irracionalidad.

En este contexto me encanta que pervivan algunos de aquellos ritos “paganos” de las culturas asoladas por el cristianismo. Y algunos perviven, como las quemas de hogueras en las celebraciones del inicio del verano, cuyo significado, insisto, nada tiene que ver con la fiesta religiosa, sino con las antiguas celebraciones de culturas precedentes. Hace unos días me encontré con un viejo amigo, compañero de colegio y de infancia, que es alcalde en el pueblo castellano que no me vio nacer, pero sí me vio crecer, pueblo con el que tengo y mantengo inevitables lazos profundos; me contó que en las fiestas de San Juan de este año se va a incluir la quema de hogueras como parte de la celebración religiosa.

Ese detalle me alegró el día. Porque me parece muy mágico que aún sobrevivan algunas de aquellas antiguas tradiciones de culturas remotas cuyas creencias y cuya mística se sustentaban en la relación estrecha entre el hombre y los ciclos de la natura; porque me parece precioso que se rememore, aunque sea inconscientemente, un rito celta tan bonito y tan lleno de significado histórico, emocional y espiritual.

Dice el historiador Thomas Berry que el mundo natural es la comunidad sagrada más grande a la que pertenecemos; lo suscribo, como suscribo las palabras maravillosas de la maravillosa escritora y columnista Jennifer Ackerman: “mi espiritualidad es la naturaleza”. Intentaré estar en esa quema de hogueras, para vivir ese precioso rito celta del inicio del Solsticio de verano.

Coral Bravo es Doctora en Filología