Esta semana asistí a un acto donde oí algo que tenía que compartir. Era una frase que había escuchado mil veces, pero que, de pronto había cobrado un significado nuevo para mí. Era una sencilla frase: “Soy feliz

El acto era la presentación de un libro, “Camigrants”, de José Figueres, editado por Vincle, que, como sugiere el título, cuenta historias sobre inmigrantes, en especial en las dificultades que tienen no solo para llegar sino también para salir adelante. En la presentación, además del autor y el editor, como es habitual, intervino un chico, un inmigrante como los que protagonizaban la obra. Un muchacho que, siendo todavía menor de edad, dejó atrás toda la vida que conocía para meterse en una patera y llegar a nuestro país en busca de la esperanza que su tierra le negaba.

No quiso contarnos demasiado del que debió ser su terrible periplo hasta conseguir llegar. Más que probablemente, pasaría por trances tan terribles que ni siquiera somos capaces de imaginar desde nuestra zona de confort. Pero él quería transmitirnos un mensaje, y lo hizo tras haber captado nuestra atención con su sola presencia como si tuviera un imán.

“Soy feliz”, nos dijo con una sonrisa franca y contagiosa. “Soy feliz porque tengo trabajo, casa y papeles” Su familia vive a miles de kilómetros de distancia, hace años que no los ve y no pudo estar en el entierro de su padre, hace más de un año. Pero repetía “soy feliz”. Varias veces y sin dudar lo más mínimo.

Su afirmación me llegó como un dardo directo al corazón. Pensé en mis hijas cuando tenían su misma edad -hace apenas un año cumplió los 18- y, con ellas, en nuestra juventud, con su perpetua insatisfacción y su búsqueda de no se sabe muy bien qué. Pensé en la sobreprotección en que frecuentemente incurrimos los padres y en el dineral que gastamos en dar a nuestros descendientes los caprichos más absurdos. Y nunca nos paramos a pensar que todas esas cosas que tienen, las que tenemos, se deben a un capricho del destino: haber nacido a esta parte del mundo.

Por un momento, se me pusieron los pelos como escarpias al pensar en esos padres, sin recibir noticias de su hijo desde que se lanzó al mar, y, en comparación, en nuestro nerviosismo si nuestras criaturas de retrasan sobre la hora prevista. Y así todo. Nuca somos conscientes de nuestros privilegios.

El es feliz porque tiene casa, trabajo y papeles. ¿Cuántas cosas necesitaríamos para llegar a decir lo mismo?