Las inoportunas palabras del ministro Rafael Catalá,  señalando que el juez que emitió un voto particular en la sentencia de La Manada “tiene un problema singular,” han provocado un aluvión de críticas de todos los sectores de la judicatura, que han cerrado filas en torno al magistrado. El dislate que ha organizado Catalá, tirando la piedra y escondiendo la mano ha llegado incluso a que Pedro Sánchez haya tenido que contradecir a su portavoz en el Congreso, Margarita Robles, y al secretario de organización del PSOE, José Luis Ábalos, que en un primer momento apoyaron al titular de Justicia. Eso fue una grave metedura de pata.

El secretario general de los socialistas ha pedido a Catalá que no sea torpe, que diga lo que tenga que decir con claridad y, si no, mejor que se calle. Pero en el PSOE esta contradicción ha generado malestar.

Lo cierto es que la sentencia defiende que esos cinco energúmenos sólo habían abusado de su víctima sin considerar que hubo violación, ha encendido la ira ciudadana transformándola en furia. Desconocemos si ha sido por convicción o por estar al hilo de lo que la calle opina, Catalá criticó al juez Ricardo González por haber pedido la absolución de La Manada. Pronunció el ministro una confusa frase que tendrá que aclarar, porque está feo que un ministro del ramo ataque a uno de los profesionales que integran la administración de Justicia.

El prestigio de la judicatura no atraviesa por su mejor momento. Al margen de que el Gobierno esté obligado a respetar la división de poderes

Ahora bien, el prestigio de la judicatura no atraviesa por su mejor momento. Al margen de que el Gobierno esté obligado a respetar la división de poderes, la sociedad no se siente bien arropada por sus jueces. Y es que la falta de transparencia del Consejo General del Poder Judicial, las componendas para nombrar a determinados jueces y descartar a otros en temas conflictivos, hace que llueva sobre mojado. Véanse por ejemplo los juicios de la trama Gürtel y las continuas recusaciones de magistrados por parte de las acusaciones para intentar conseguir equilibrio en el tribunal correspondiente.

Todo ello conduce a que el Gobierno -con Mariano Rajoy a la cabeza- se encuentre en estado de shock. No en balde han confiado plenamente en los tribunales para resolver sus problemas: la corrupción que le acosa, los nombramientos de jueces amigos, o el traslado a la judicatura de asuntos políticos, como es el problema de Cataluña.

Hijos de la improvisación viajan hacia el desastre. Antes de Catalá, tenemos el caso de Cristóbal Montoro. Y eso tiene aún más miga. Si hasta ese momento, la Ley era el camino a seguir, el ministro de Hacienda, aparentando ser un verso libre, niega la mayor y contradice al hasta entonces aplaudido magistrado Pablo Llarena, asegurando que no ha habido en Cataluña malversación de dinero público. Eso huele a chamusquina, o a negociación, o a que hay que corregir la plana al instructor para que no jorobe la jugada que sea. No les importa hundir la confianza de los españoles y dejar en evidencia la obligada independencia judicial. Don Mariano: en materia de política y justicia no se puede estar en la procesión y repicando las campanas.