También los sueños llevan un código de barras y fecha de caducidad. Lo digo por el Everest. Si cierro los ojos en el asiento del metro, no veo una rosa detrás de los párpados, como el delicado y hermético Rilke, el poeta de los ángeles y el horror, sino una vieja fotografía de un texto escolar. En ella aparecía una montaña picuda, afilada como la punta de mis lápices Alpino, e insolentemente nevada. Detrás de ella había un cielo kodachrome muy azul, denso, casi morado. Aquel risco era la cima del mundo. Eso nos explicaba don Bartolomé, gafotas de círculos miopes y concéntricos, barba libertaria y excelente profesor metido a montañista o montañista que ejercía de profesor durante cinco días a la semana. Don Bartolomé nos hablaba de sus escaladas por el macizo de Peñalara, en la sierra del Guadarrama, esos montes pedagógicos que se inventó Giner de los Ríos para sacar de excursión a los alumnos de la Institución Libre de Enseñanza y para que, de paso, tomaran oxígeno, que falta hacía en aquella España olivácea, calcárea y levítica.

Más o menos como hoy, dicho sea de paso. Porque hay partidos políticos empeñados en resucitar fantasmas y otros poltergeists, sin duda para abastecer de temas a Iker Jiménez, que se nos ha quedado entre los ovnis y las psicofonías de la mujer lobo, o sea, Belén Esteban. Se conoce que esta moda ideológica vintage incluye patear, durante la constitución del Congreso, el juramento de los diputados independistas catalanes. Ortega Smith y los suyos confundieron el otro día la casa de los leones con una leonera. O con una obra teatral de Echegaray. O con un tablao flamenco, que para eso defienden las esencias ibéricas, sean lo que estas sean. Al menos eso es lo que se deduce del comportamiento infantiloide de Vox a su llegada a la Cámara Baja.

Lo del otro día, en efecto, pareció una perfomance de trols seniles. Entre los indepes vacuos y ridículos, los constitucionalistas naranjas e hiperventilados y los últimos de Covadonga convirtieron el Congreso en una taberna de espagueti wéstern. Solo habría faltado que Inés Arrimadas le tirase de los pelos a Meritxell Batet para que un epígono de Azcona nos escriba la segunda parte de La escopeta nacional, que lo que el padre Santiabascal ha unido en la tierra no lo separa ni Dios en el cielo, coño.

En fin, como en el Everest, en el Congreso tampoco había mucho oxígeno el otro día. Y sí en cambio tanta basura como la que hoy infama aquella cumbre respingona que ilustraba mi libro escolar. Hoy, el Everest es una montaña con síndrome de Diógenes. Como al paraíso, como a la infancia, también le pusieron un código de barras y fecha de caducidad, y en nada se parece ya a aquellos montes que se me figuraban adánicos y libres en la voz de don Bartolomé. En la actualidad, el Everest da miedo. Y no tanto por los aludes como por la masificación turística. Más de doscientos alpinistas hacían cola anteayer, a pie firme, medio alelados por la ciática y la falta de oxígeno, como si engrosaran la cola de un INEM de roca, tedio y nieve, para echarse la foto en la cima y sonreír dentonamente en Instagram, esa iconosfera para cretinos.

Hasta 335 toneladas de residuos dejaron allí el año pasado los turistas que se disfrazan aplicadamente de Edmund Hillary, el primero en pisar la cumbre del Himalaya y en descender para contarlo con palabras tiritonas. No hay que preocuparse, claro. Como es sabido, por allí pasa cada rato el camión de la basura con un par de amables sherpas dispuestos a recoger las latas de Red Bull que dejan los minuciosos chinos y dos o tres granjeros de Oklahoma.

Pues bien, a pesar de tanta podre medioambiental y politiconacional, a pesar de que los sueños se corrompen si no los guardas en el frigorífico, hoy, cuando viajaba en el metro, el Everest seguía siendo una palabra nevada y pura detrás de los párpados. Lo malo de la nostalgia es que te hace llegar tarde a los sitios. Yo, por ejemplo, me bajé dos estaciones más allá de la de Gran Vía.