Esta es la palabra que define el estado en el que nos encontramos muchas desde que se conociera la dimisión de Íñigo Errejón y las sucesivas denuncias que la han motivado.

Y al sentir físicamente esta devastación es imposible no imaginarse el mismo sentimiento en quienes han sido víctimas, y preguntarse: ¿cómo ha pasado esto?, ¿cuántos casos más hay?, ¿cuánto tiempo más va a seguir pasando?, ¿cómo detenemos este infierno?

Es la ausencia de respuesta clara a esta última pregunta lo que me desasosiega profundamente. No puedo evitar centrarme en las palabras de Gisèle Pelicot al afirmar que ella también pensaba que su marido era un hombre excepcional. ¿Cómo nos enfrentamos a esto? No podemos vivir pensando que todos los hombres que nos rodean son un peligro para nosotras y, a la vez, no podemos estar tranquilas porque es obvio que muchos de los que nos rodean lo son.

Pero es que es tan estructural, está tan dentro de ellos, de todas nuestras instituciones y de nosotras mismas... ¿Quién puede decir que al mirar los casos de otras no se ha sorprendido identificando patrones que le suenan familiares? Aunque haya grados diferentes, aunque no todo sea igual, en el fondo tiene el mismo origen: es el patriarcado, amigas.

Pero saber dónde está el mal no nos está sirviendo para destruirlo. No hay duda de que la reacción política y social de hoy ni se le parece a la que se produjo con el caso Nevenka, pero ¿por qué nos conformamos con esto cuando nuestra posición política debería exigirnos que no hubiera vuelto a suceder jamás una cosa ni parecida?

En todos los medios de comunicación se habla de un secreto a voces ¿cómo pueden los periodistas parlamentarios decir que esto se sabía y no sonrojarse por no haber hecho nada? ¿Quién sabía qué? Y, sobre todo, ¿por qué ha venido de fuera la denuncia para actuar?

Desde que milito en organizaciones de la izquierda he participado de múltiples debates, elaborado documentos, definido protocolos contra el machismo y las agresiones sexuales, y nada ha servido para nada. Nos ha vuelto a reventar una mina antipersona en nuestras entrañas, y poco importa quien forzó la dimisión, y poco consuela escucharnos repetir que vamos a revisar nuestras estructuras: ya es tarde. Hoy, 10 años después de que las generaciones hijas de la transición respondiéramos a la pregunta “¿cuándo fue la última vez que votaste con ilusión?”, sólo deseo que nos arrasen nuevas generaciones que no necesiten protocolos ni vigilantes para saber respetarse unos a otros.