Si hasta el hijo de Dios fue vencido por los mercaderes y cambistas, antecesores de nuestros actuales banqueros, cómo esperan ustedes, pobres almas descarriadas, enfrentarse al omnipresente poder de las fuerzas que han gobernado el mundo desde que el hombre inventó la moneda.

Me da miedo verlos frente a las puertas de los bancos con sus abolladas cacerolas, retando al dragón, ignorantes de su inmenso poder. Mientras ustedes provocan su ira, nosotros nos vemos obligados a alimentar su insaciable apetito. En la última merienda, el monstruo ha devorado diez mil millones de euros que les habíamos prometido en educación y sanidad. Pero apenas ha sido un tentempié.

No ha pasado una semana y las tripas suenan de nuevo por el hambre. Para entretenerla, pica una vivienda aquí y una pequeña empresa un poco más allá. Airados por el dolor del mordisco, vuelven a oírse gritos frente a la entrada de la lúgubre morada, y la oscuridad escupe unos dípticos con las ventajas de unas participaciones preferentes.

Los que aún tienen casa regresan a ella, esperando el consuelo de ver en los informativos la crónica de su valiente gesta. Pero apenas unas breves imágenes, que presentan al engendro con rostro angelical, suplicando una ayuda que cure su bulimia. Al finalizar, el monstruo abre sus enormes fauces y devora el informativo con un anuncio publicitario.

Y los imagino asustados cuando descubren su soledad en la batalla. Aunque quisiéramos, que no es el caso, no podemos ayudarlos. Ríndanse, únanse a nosotros, ayúdennos a alimentar al amo. Ustedes no son Jesús, no resucitarán el tercer día.

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