Uno de los términos etimológicamente más controvertidos es el de “demonio” o “demoníaco” por derivación. Aunque proviene de los daimons, los démones de la mitología griega, divinidades menores que no tenían que ser necesariamente malvadas, otras derivaciones verbales los asociarían a un verbo heleno que significa dividir. Según recoge Noah Webster en su diccionario, su origen etimológico se deriva a partir del verbo griego daiesthai que significa "dividir, distribuir". Si arranco este artículo con esta disertación filológica no es sólo por mi pasión por el origen y significado de las palabras. Para un agnóstico metódico como yo, que se define por la contraposición de posibilidades contrarias como método de conocimiento, si existe algo realmente maligno en el mundo, demoníaco, es en esta acepción del término, lo que nos divide, y no hay casi nada que divida más que el odio, sus soflamas y mensajes, y sus apóstoles.

Llevamos mucho tiempo observando, casi con naturalidad, cómo desde determinados sectores políticos y sociales, se alientan, se aprovechan y se instrumentalizan los discursos de odio con una perversa e inconsciente naturalidad.  El inefable Donald Trump, condenado ya por haber pagado a una actriz porno para silenciar su relación, y pendiente de varios juicios, entre otros por instigar el asalto al Capitolio, frivolizó ante sus votantes sobre la condición y origen racial de su rival demócrata.  El exmandatario republicano afirmó erróneamente que Harris, la primera mujer negra y de ascendencia asiática que ocupa el cargo de vicepresidenta, se había limitado en el pasado a promocionar sus raíces indias. No sabía que era negra hasta hace unos años, cuando por casualidad se volvió negra, y ahora quiere que se le conozca como negra.” El comentario es tan esclarecedor del pensamiento de este señor, si eso existe en su delirante cabeza que, además de la condena y de los juicios pendientes, debería ser ya invalidante no como candidato presidencial, sino como ciudadano de cualquier sociedad democrática.

A principios de agosto, una serie de graves disturbios en Inglaterra e Irlanda del Norte mantuvieron en vilo a la policía y a las autoridades británicas por interesados discursos de odio y noticias falsas en redes. Los disturbios se iniciaron tras el apuñalamiento de 3 niñas en el pueblo costero de Southport, norte de Inglaterra, y la desinformación vertida de que el asesino era un inmigrante musulmán que había llegado en una patera una semana antes. Se produjeron altercados, linchamientos, situaciones de violencia y agresiones contra inmigrantes que hicieron que el gobierno tuviera que tomar medidas excepcionales para frenar la escalada. A raíz de esto, miles de personas en distintos pueblos y ciudades de Inglaterra salieron a la calle para denunciar el odio, el racismo y la islamofobia, lo que permitió frenar cualquier intento de los grupos de extrema derecha de provocar más disturbios como los ya  vistos en el país, aunque ponen de manifiesto un mar de fondo peligroso, que puede volver a encenderse en cualquier momento.

La semana pasada, Mounir Nasraoui, el padre del joven jugador de la selección española de futbol, Lamine Yamal, fue trasladado a un hospital con dos heridas de arma blanca a la altura del abdomen. Aunque la investigación aún está en curso, parece ser que el trasfondo de dicha agresión tendría que ver con el hecho de que el joven jugador y medalla de oro de los Juegos Olímpicos de París, así como su familia no fueran bien vistos por algunos sectores que no están por la integración. El hecho de que Yamal y su familia migrante, de padres marroquíes y de Guinea Ecuatorial, se hayan convertido en un símbolo de la diversidad cultural de nuestro país, parece disgustar a muchos. A los que difunden el discurso del odio contra los migrantes y los que, siéndolo, no están dispuestos a formar parte del tejido social y cultural de nuestro país y prefieren el gueto y el odio en vez de la convivencia productiva y enriquecedora.

Otro de los lamentables ejemplos más recientes han sido los rumores que saltaron a las redes sociales por el brutal asesinato a puñaladas en Mocejón del niño Mateo, de 11 años que, desde determinados sectores ideológicos se apresuraron a achacar a grupos de menas o inmigrantes. Los intentos de los familiares por acallarlos y desmentirlos, en un momento de dolor tan inenarrable, fueron contestados con insultos, amenazas y acoso por parte de estos que querían instrumentalizar el crimen. La realidad pronto desmintió el bulo, el asesino confeso era un españolito, pero la familia ha tenido que encajar la muerte de su pequeño y, además, el acoso y el insulto de unos desalmados a los que les importaba más rentabilizar el crimen con miedo y odio, que el dolor de una pérdida tan dramática.

No soy partidario de acotar la libertad de expresión. Es un instrumento fundamental de las democracias modernas y necesario como contrapoder. Sin embargo, sí es necesario legislar y aplicar una legislación más punitiva y rápida en general, y con la propalación de bulos en particular, que alientan el odio, la división, la desintegración de lo que una sociedad democrática debe ser. Algunos de los crímenes y genocidios más abominables de nuestra historia provienen de la deshumanización de las personas, de su cosificación, de la propalación de bulos que conviertan a un grupo en blanco del odio general. El genocidio nazi contra los judíos fue una prueba demasiado reciente, como lo es el radicalismo del actual gobierno israelí contra los palestinos, denunciado por el propio pueblo israelí que frente el derecho a la legítima defensa y el regreso de los secuestrados no entiende esta espiral de destrucción.  Lo peor de los malvados, de los apóstoles del odio, es que no sólo creen que están llamados por un desino superior y divino a purgar el mundo, sino que hay quienes los creen y hacen posible ese infierno en la tierra. Los justos no debemos permanecer indolentes, o seremos cómplices y, por tanto, igual de corresponsables.