La escritora norteamericana Ursula K.Leguin dice que “leemos libros para descubrir quiénes somos”. Los que amamos los libros nos solemos encontrar con ideas o reflexiones que van reforzando poco a poco las dudas o las certezas que van conformando nuestra comprensión del mundo. A veces yo anoto esas ideas en un cuaderno, cuando me resultan tan importantes que quiero no olvidar y que permanezcan en mi conciencia. Una de esas ideas la saqué del libro Eva Luna (1989), en el que la maravillosa Isabel Allende incluye un pequeño poema que es un pequeño tesoro, y que dice así: “La muerte no existe, la gente sólo muere cuando la olvidan; si puedes recordarme, siempre estaré contigo”.

Esta idea preciosa me vino a la mente el pasado día 28, el día de las Elecciones Autonómicas, que para mí quedaron en un tercer plano cuando me enteré de la muerte de Antonio Gala. Gala nunca morirá del todo, como tantas personas excelsas que, de un modo u otro, siempre son recordadas. Era inmortal ya mucho antes de morir, aunque eso no es del todo un consuelo, porque Gala era, es uno de esos españoles que España tanto necesita. Una de esas almas libres, de esos espíritus grandes cuya existencia es un tesoro para el mundo, y un consuelo para los que nos sentimos felices al encontrarnos con tanta excelencia en un mundo tan lleno de  mediocridad.

Antonio Gala, en mi conciencia, siempre va unido a mi madre. Le adoraba de una manera especial. Recuerdo que, siendo niña, me mandó callar cuando ella le escuchaba en una entrevista en televisión, y cuando terminó su magnífica charla yo le pregunté: ¿por qué te gusta tanto este señor? Ella me contestó, literalmente: “porque cada una de sus palabras es un poema”. Con esta preciosa metáfora ella me quería mostrar la riqueza interior, la grandeza intelectual, la enorme sensibilidad que emanaban de sus palabras, de su maravillosa erudición y de su maravillosa oratoria. Desde aquel día Gala empezó a significar para mí algo así como un símbolo de la grandeza del ser humano.

Gala era sublime. Su existencia ha sido un regalo para la especie humana, una exquisitez para sus coetáneos. Era, de manera natural, un orfebre de las ideas y de las palabras. Su enorme inteligencia, que le llevó a ofrecer su primera conferencia con sólo catorce años, era incompatible con ningún sometimiento, ni con rendir vasallaje a nadie, ni con brindar a nada ni a nadie ninguna pleitesía. Su altura intelectual y humana no podían hacer de él otra cosa que un ser humano profundamente libre, y sobre todo, librepensador; por eso era políticamente incorrecto, y por eso no fue valorado oficialmente como el pensador, escritor, poeta, novelista, ensayista, dramaturgo más brillante y con más talento de este país; algo que, por cierto, a él se la traía al pairo.

Como buen sabio, sabía de casi todo, y buscaba la explicación profunda de las cosas. Aunque no era historiador, tenía un conocimiento intenso de la historia humana, a la que se acercaba siempre con el gran humanismo que le caracterizaba. Por ejemplo, en su obra El pedestal de las estatuas, Gala, en el género que él llamaba “historia novelesca”, nos ofreció una panorámica crítica de las grandes corrupciones y las tramas mafiosas que han llenado la historia de España, desde la monarquía hasta la Iglesia, pasando por la nobleza y cualquier estamento ligado al poder.

Se centra especialmente en  una época, la de Isabel y Fernando (siglo XVI), que Gala califica como la que trajo la perdición a España por el inicio de la fusión de la Iglesia de Roma con la monarquía española; alianza basada en un interés común: el de repartirse en exclusividad el inmenso botín que convinieron en expoliar en el llamado “nuevo mundo”. Era su visión, como es la mía. Una visión que delata con claridad su posición ante el mundo. Gala nunca se vendió al poder ni a la norma establecida.

Una posición que era claramente de izquierdas, aunque no constreñida a ningún partido ni a ninguna fuerza política. No podía ser de otro modo, porque Gala era un ser pensante y sintiente, que diría Benedetti. Como gran humanista, defendía los derechos humanos, el progreso y el derecho a la felicidad que, decía, como tantos otros grandes hombres, es, sin hacer daño a nadie, “lo que hemos venido a hacer a este mundo”. Muy crítico con los altos estamentos, con el Ejército español, al que en un artículo acusó de ser franquista, y muy crítico con la religión, también como tantísimos otros grandes hombres a lo largo de la historia. Comprometido siempre con la cultura, con el respeto a la diversidad, con la repulsa al odio y al fanatismo, gran defensor de la ternura, gran defensor de los animales (Charlas con Troylo), gran defensor de la verdad.

Los españoles nos hemos quedado huérfanos de la grandeza de este ser humano cuyas palabras, cuyos libros, cuyos poemas, cuya erudición son parte del patrimonio inmaterial de la humanidad entera; porque Gala forma parte, sin la mínima duda, de ese diez  por cien excelso de la especie humana, según decía la maravillosa antropóloga francesa Germaine Tillion, que vienen al mundo a engrandecerle y hacerle más habitable, más hermoso y más humano. No puedo menos que rendirle desde aquí mi pequeño homenaje.

Coral Bravo es Doctora en Filología