El lince ibérico es nuestro tigre de Bengala, solo que en versión pobre y como funcionarial, y tal vez por ese pudor estético no encuentra a un Borges que le dedique un poema. El lince, además, es menos mediático que el lobo. De ahí que tampoco le interese a Jordi Évole, que va a dejar Salvados habiendo entrevistado al papa y no a Litio, algo así como el Kerouac de su especie, o sea, un beatnik pardo y felino que el verano pasado recorrió como un vagabundo del dharma más de mil kilómetros de nubes y valles hasta aparecer en Barcelona. Se presentó allí desde su Huelva natal, como los andaluces de posguerra que iban a trabajar a Cataluña y a salir en las novelas de Juan Marsé.

En cambio, los linces, por no salir, ni siquiera salen en los libros terruñeros de Delibes, que fue el cronista de las avutardas y de los santos inocentes, pues ya se sabe que en Castilla solo hay viejos de adobe y algún que otro alcaraván en la estepa pálida y trastámara. De hecho, los linces únicamente irrumpen en las noticias si los atropellan en las carreteras del sur. Porque la mayor parte de nuestros linces son andaluces, y eso explica los dos minaretes negros que llevan en las pupilas almohades, la barbita deshilachada y califal y el que sus maúllos comiencen casi siempre con un étnico y respingón ozú.

Esta belleza convierte al lince en el felino más amenazado del mundo, en una joya bizantina para los furtivos, que estas gentes del Winchester son menos del yin y el yang que del pimpampum. No en vano Yahvé alentaba ya a Adán y Eva a la bulimia consumista. “Creced, multiplicaos y dominad la tierra”, les ordenó desde el atril protocapitalista del Génesis. De modo que los cazadores se sienten justificados teológicamente para perseguir a los linces y supongo que también Bolsonaro, ese genocida medioambiental, para acabar con el Amazonas.

La ecología solo es el condón educado de lo políticamente correcto

Esta vez, sin embargo, el lince ha asomado sus orejas en los medios para traernos una buena nueva. Resulta que los biólogos de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), que son quienes hacen el casting a los animales y a otras pantojas por ver si los incluyen dentro de las especies amenazadas, de las vulnerables, etc., han determinado que el lince ibérico está, comedidamente, a salvo. 

Y lo han dicho la misma semana en que la ONU profetiza que un millón de especies animales y vegetales desaparecerá en los próximos telediarios debido a la acción y a la inacción —por este orden— del hombre. Sospecho que, a pesar de la urgencia, no se hará nada, una vez más, y que el planeta terminará matándonos en defensa propia. Porque en realidad la ecología es solo una palabra de alabastro, el condón educado de lo políticamente correcto, y porque salvar esas especies exige leyes y dinero. Mucho dinero. Y el dinero, como se sabe, es extremadamente gaseoso. Lo que pasa es que, cuando se solidifica, siempre lo hace dentro del bolsito parisién de Christine Lagarde y del eufórico carterón del presidente del Banco Mundial. Qué cosas estas del dinero, oiga. Será por la gota fría.

Hoy, son más que hace veinte años, aunque no lo bastantes aún, los linces que corretean entre las breñas del sur de España y Portugal. A ver cuánto tardan los fittipaldis de domingo y los furtivos en diezmarlos, que uno no entiende ese odio hispanocerril a los animales (ahí están los toros o los galgos ahorcados después de la temporada de caza). Para velar por su seguridad, no sería extraño que desde ahora el lince tenga que alimentarse en el monte custodiado por la Guardia Civil. Cualquier cosa valdrá para defender al último buen salvaje que todavía le queda a Rousseau por aquí.