Desde hace unos días, la aplicación de la red social Twitter (ya sé que ahora se llama X, pero ustedes me entienden) ya no está en la primera pantalla de mi teléfono móvil y ha desaparecido de mi ordenador y mi tableta. He decidido no seguir su timeline porque no tengo necesidad de soportar la agresión constante al diálogo, la educación y el intercambio de pareceres. En ocasiones, un comentario mínimamente crítico me ha supuesto una sarta de insultos de una legión de mamelucos, deseosos de que mis más de 8.000 seguidores sepan que no aceptan mi opinión. Por supuesto, nunca entro en su juego. A los trolls nunca hay que hacerles caso. Eso es de primero de redes sociales; por muy pesados y violentos que se pongan. Silencio. Pero me cansa.

Twitter se fundó en marzo de 2006 y mi cuenta es de enero de 2008. Fui precoz, porque supe desde el principio que era una herramienta magnífica para un periodista. Sin duda, el mejor altavoz y el mejor micrófono al mismo tiempo. Muchas historias publicadas han nacido de una observación crítica y un seguimiento de cuentas. Para mí, después del correo electrónico, era la primera red que visitaba al despertarme cada mañana y los mensajes directos eran habituales. Así me han localizado muchas veces y otras tantas he encontrado a personajes de lo más interesante.

Hasta que llegó el señor Elon Musk y cambió el nombre y el objetivo. Ahora lo que importa es que estés dentro todo el tiempo posible, con un doble agravante. Primero, que de cada tres historias, una es un anuncio, lo cual es imposible de gobernar. Segundo, que el algoritmo, te guste o no, te pone delante no lo que pueda interesarte a ti, si no lo que cree que te obligará a gastar más tiempo dentro, por ejemplo viendo contenidos agresivos. Dirán ustedes que la solución entonces es pagar y hacerse una cuenta premium, al menos para evitar los anuncios. Cierto, pero nadie nos librará del algoritmo. Así lo he comprobado con compañeros que, por obligación profesional, tienen que estar ahí. No es mi caso. Ahora estoy donde me da la gana.

Como habrán notado, no he dicho que me haya borrado de Twitter y hecho desaparecer mi cuenta @antoniomanfredi, porque la he configurado para que, cuando me llegue un mensaje directo o una entrada de una persona que sigo, inmediatamente me avise. Es fácil hacerlo. De esta manera, es Twitter quien viene a mí con los contenidos que yo quiero, y no al revés.

Sigo con otras redes sociales, como Instagram y Facebook, aunque esta última no la reviso mucho, solo cuando detecto que alguien ha hecho comentarios. Eso sí, llevo un grupo privado dedicado a la artritis psoriásica, con casi 2.000 miembros, por mi trabajo como voluntario en Acción Psoriasis. Por cierto, otro truco sencillo: es fácil publicar al mismo tiempo en ambas redes, lo cual facilita mucho las cosas. Con TikTok no me he atrevido todavía, pero no lo descarto. Ahora tengo mucho más tiempo para mí y para aprender otras cosas, gracias a mi paso atrás en Twitter.

No crean que no me ha dolido hacerlo. Han sido 16 años de íntima relación y la ruptura me causa tristeza. Pero la vida está llena de momentos así y ya no estoy en condiciones de perder el tiempo, más que el estrictamente necesario. Les sugiero que hagan ustedes lo mismo si tienen la misma sensación que yo. El síndrome de abstinencia apenas dura unas horas.

Como habrán notado los más perspicaces, el título se lo he cogido prestado a Isabel Aaiún:

Como una potra salvaje
Que en el oleaje no pierde el sentido
No quiero riendas ni herrajes