La fama se la llevan las hormigas, pero nosotras somos mucho más trabajadoras. Ya lo dijo el gran Anton Janša, pionero de la apicultura moderna que vivió en el siglo XVIII y supo apreciar lo autosuficientes que somos en nuestras dulces empresas. El cumpleaños de Janša se celebraría hoy si viviera, y por eso, este 20 de mayo la ONU ha acuñado nuestro homenaje anual: el Día Mundial de las Abejas. Quizá en el futuro le dediquemos otra efeméride a Jerry Seinfeld, que nos llevó al cine en Bee Movie, o a Einstein, aunque dicen que nunca pronunció esa frase que se le atribuye y nos elogia.

También le hacemos sombra a Tinder, Grinder o a Meetic, porque nosotras somos las responsables de la polinización de más de 170.000 especies de plantas. Hacemos que surja la chispa y brote la vida. En esto de transportar polen de una flor a otra, a sus estambres y sus estigmas, somos las campeonas del Planeta, aunque otros insectos, las mariposas, los murciélagos y los colibríes también lo hacen bien. Llevamos unos ochenta millones de años sobrevolando la Tierra y dándoos de comer a muchas criaturas: según Greenpeace, el 75 por ciento (¡75!) de los alimentos que consumís los humanos depende de nuestra implicación infatigable en la producción de frutos y semillas.

Todo surgió para solucionar el problema de los organismos sésiles, los que no pueden desplazarse de un lugar a otro, y por tanto afrontaban un gran reto de comunicación y reproducción que la evolución solucionó, por un lado, con las flores, que son los aparatos reproductores de las plantas, y por otro, con nuestro apoyo, el de los polinizadores. Pero no nos deis las gracias, porque lo hacemos al mismo tiempo que buscamos nuestro alimento, los granos de polen: en una relación simbiótica, la planta nos ofrece comida servida en flor, y al reemprender el vuelo, algunos granos de polen se nos quedan pegados en nuestro cuerpo peludo y enfundado en rayas amarillas y negras, como el de los jugadores del Borussia Dortmund. Y así los trasladamos a otras flores que visitamos más tarde.

La polinización no es la única de nuestras virtudes: somos los únicos animales del mundo capaces de producir miel, con la que alimentamos a las crías, y no sin esfuerzo: según cuenta la ONU, una docena de abejas puede producir, en toda su vida, una cucharadita de este alimento, y para producir un kilo tenemos que visitar cuatro millones de flores y volar cuatro veces la distancia alrededor de la Tierra. Así que es un auténtico manjar. También hacemos cera, claro. E inspiramos aquella serie de animación de vuestra infancia: La Abeja Maya.

¿Y qué decir de nuestras colmenas, de ese hallazgo arquitectónico digno de Zaha Hadid? Constituyen un matriarcado donde convivimos y nos distribuimos según nuestra función, como hacéis los humanos por barrios: por un lado están las abejas obreras, todas hembras, que suman entre 30.000 y 60.000 en un enjambre, y son las que más dan el callo: consiguen el polen y el néctar de las flores que vertebran nuestra dieta, construyen la colmena, la defienden de intrusos y amenazas, y la limpian; cada obrera cumple un rol, aunque a veces rotan de unos a otros. También andan por aquí los zánganos, que son entre 300 y 1.000, todos ellos machos, y han nacido para fecundar a la reina en los periodos fértiles de ésta y repartir el alimento entre las obreras; en invierno, cuando éste escasea, los expulsan de la colmena. Por último la tenemos a ella, a la única, a la madre: la reina, que se encarga de poner los huevos fértiles y, cual jedi, guía al resto en sus metas en la vida. Si la reina muere (vive entre uno y cuatro años a diferencia de las obreras, que viven de seis a ocho semanas en verano y de cuatro a seis meses en invierno), las obreras eligen a una entre todas ellas, la alimentan bien a base de jalea real, y la coronan como heredera.

Ya veis que somos muchas compartiendo casa, pero no no hacemos mucho ruido: nos comunicamos por el olfato, expulsando feromonas (confiamos en nuestras hormonas, a diferencia de los humanos), y por las alas, que agitamos decenas de miles de veces por minuto y con las que avisamos a nuestras hermanas de un peligro. El gusto nos sirve para identifican la variedad de plantas disponibles. Y de vista vamos bien, gracias: identificamos todos los colores excepto el rojo.

Somos pacíficas, pero si nos incordian, no nos andamos con tonterías: clavamos el aguijón, al que la reina le da un doble uso (defensivo y reproductor), y dejamos un poco de veneno de recuerdo. Y ojo, que somos capaces de perseguir a la gente más de un kilómetro cuando estamos mosqueadas. Hay personas alérgicas a nuestra sustancia, pero a menudo la peor parte nos la llevamos nosotras, porque algunas especies de abejas (estamos fichadas unas 20.000 variedades, entre ellas el abejorro o la abeja carpintera, que es más solitaria y capaz de atravesar la madera), mueren al hincar el aguijón, se les desgarra el abdomen.

Siento ponerme dramática pero no os conviene que desaparezcamos, cosa que está ocurriendo: el 37% de las poblaciones de abejas en Europa está en declive. Y sin nosotras, un tercio de los alimentos que consumís dejarían de brotar en la tierra y en los árboles. También a muchos animales les escasearía el alimento. Un auténtico apocalipsis, y la contaminación, el cambio climático que nos despista en los periodos de floraciones, la urbanización que nos oculta el verde o los pesticidas que se utilizan para fumigar cultivos representan tremendas amenazas para nosotras.

Plantad flores, pero no de plástico. Tirad más de agricultura ecológica, que prescinde de sustancias tóxicas. Apadrinad una colmena. Comprad miel sin refinar. Dadnos otra oportunidad.