El pasado 30 de abril, cumpliendo in extremis con los plazos establecidos, la mayoría de los países de la Unión Europea -a excepción de Países Bajos- presentaron sus programas de reformas e inversiones del Mecanismo de Recuperacion y Resiliencia de la Unión Europea, el principal instrumento de la iniciativa Next Generation, aprobado en el Consejo Europeo de Julio de 2020. Se trata de un esfuerzo sin precedentes por transformar la economía europea hacia la transición ecológica y digital, sin olvidar la inclusión social, respondiendo de esta manera no sólo a los retos de la recuperación post-COVID, sino sobre todo haciendo efectivos los compromisos internacionales en materia de cambio climático y los objetivos de modernización económica establecidos en el Green Deal Europeo, la estrategia de crecimiento económico de la Unión Europea para la década de los años 20 del presente siglo. 

La puesta en marcha del instrumento tiene muchas variables a tener en cuenta. La primera, y quizá una de las más importantes, es la consolidación de un modelo de Unión Europea que refuerza el control y los mecanismos para establecer una orientación común en la política económica de los estados miembros, pues el mecanismo refuerza la gobernanza económica europea al coordinar las inversiones y reformas con el denominado Semestre Europeo, en el que las recomendaciones anuales de la Comisión dejan de serlo y se convierten en prescripciones. Este fortalecimiento de la gobernanza económica se extiende también hacia los otros fondos europeos, como el FEDER y el Fondo Social -de los que España recibirá 38.000 millones de euros hasta 2027- cuyas prioridades podrán ser modificadas en función de las opiniones y recomendaciones que vierta la Comisión sobre las políticas económicas de los países. La mutualización de riesgos que supone el MRR -al emitir deuda conjunta para todos los países miembros- implica un mayor control y monitoreo de la Comisión sobre nuestras políticas económicas. Ese es el precio que hemos tenido que pagar por acceder a estos fondos. 

La complejidad de ejecución de estos instrumentos, comparados con la propuesta de Biden en Estados Unidos, nace de la propia complejidad de la gobernanza de la Unión Europea, y de sus propios límites. Es la Unión Europea la que ha decidido en qué y cómo se tienen que gastar los fondos, cómo se tienen que reportar los progresos, y, en buena medida, cómo se va a evaluar la validez del esfuerzo. Lejos queda ya la idea de un instrumento contracíclico que permita reforzar la salida de la crisis de la pandemia. Los fondos comenzarán a ejecutarse cuando las economías estén creciendo y el principal efecto de los mismos se notará a largo plazo, no a corto. Precisamente por estas características, debemos estar atentos no tanto a la planificación -que venía en gran medida predeterminada desde Bruselas y que responde, como no podía ser de otro modo, a los principales retos de nuestras economías- sino a la implementación, donde el grado de detalle de todos lo planes es menos esclarecedor. 

Cuatro son los riesgos que podemos identificar. El primero de ellos, quizá el más público, es el riesgo de subejecución, es decir, la posibilidad de que una parte de los fondos no se ejecute o sencillamente no se pida. Es poco probable, por ejemplo, que el tramo reembolsable sea efectivo. Recordemos que el MRR tiene un tramo de donación y otro de préstamo. Hasta la fecha, son pocos los países que han programado el tramo de préstamo, por lo que tendremos que ver, más adelante, si ese tramo es solicitado. Si no lo fuera, la capacidad de fuego del instrumento se reducirá, pasando de cerca de 700.000 millones a poco más de 300.000. Otro riesgo que debemos vigilar es, al contrario del anterior, la mala ejecución: gastar el dinero sin tener en cuenta la calidad de los proyectos, de manera que el impacto sea mucho más limitado de lo inicialmente esperable. La ausencia de capacidades para la selección, ejecución y evaluación de proyectos afecta no sólo a las administraciones, sino también a las empresas privadas, y tendremos que estar atentos. 

El tercer riesgo en liza es la posibilidad de que las inversiones circulen hacia proyectos poco novedosos o que supongan una continuidad del Business as Usual, repitiendo esquemas de inversiones que no se han evaluado adecuadamente y de los que no sabemos su impacto a largo plazo. La materialización de este riesgo depende del grado de preparación y de la apertura a la innovación en el proceso de elaboración y selección de los proyectos. Si hacemos lo de siempre, tendremos los resultados de siempre. 

Y por último, el cuarto riesgo supone la inversión masiva en modelos de negocio cuya eficacia no está probada o cuyo futuro es incierto, algo que en los ámbitos de la transición ecológica o la transición digital, por su propia naturaleza innovadora, es un riesgo efectivo. Quizá hubiera sido, en este ámbito, más interesante acudir a modelos financieros más pensados para estos modelos de negocio más inciertos, como es el capital riesgo, pero no parece que vaya a ser el caso. 

Mitigar estos riesgos dependerá de las capacidades de preparación de las diferentes convocatorias y pliegos de contratación, así como de la selección de los instrumentos idóneos para ejecutar los planes. Se ha hecho un enorme esfuerzo en la fase de programación, y ahora deberíamos hacer honor a este esfuerzo con una instrumentación adecuada para evitar malograr lo que ya todos consideramos como una oportunidad de oro, porque si el plan sale mal, si no aceleramos la transición ecológica y la innovación digital, si no incrementamos la productividad y mejoramos la cualificación de nuestros trabajadores, el menor de los problemas que tendremos será el problema político.