En las últimas semanas, en esta columna, hemos repasado los elementos clave para entender los retos para el futuro de nuestra economía y nuestra sociedad: el reto de avanzar en un modelo de economía basada en la innovación, la importancia de consolidar la cohesión social y restañar las heridas sociales de las diferentes crisis económicas, la proyección hacia nuestro entorno natural que es la Unión Europea, y la necesaria apuesta por una transición ecológica justa. Nada de estos desafíos puede responderse con efectividad si no contamos con la principal herramienta de la que disponen las democracias para hacer frente a los desafíos, que no es otro que el sector público. Al mismo tiempo, es uno de los elementos en los que se centra buena parte de la controversia ideológica en nuestro país, de manera que, aunque en términos reales, las diferencias entre las dos grandes formaciones políticas es relativamente pequeña -como veremos-, en términos discursivos se plantea como una verdadera trinchera de la denominada batalla de las ideas.

Comencemos por su tamaño: el tamaño del sector público en España es relativamente menor que la media de la Unión Europea, aunque mayor que entre los países de la OCDE, que incorporan no sólo a los países europeos, sino también a Estados Unidos, Corea, Colombia o México, todos ellos con sectores públicos mucho más pequeños que la media europea. Es difícil precisar una cifra, pues el gasto público depende en gran medida de las fluctuaciones de la economia, tiende a crecer en períodos de recesión y a decrecer en períodos de crecimiento. En 2021, y de acuerdo con la OCDE, el gasto público en España alcanzó el 50,6% del PIB, por encima del gasto público de Dinamarca, algo que sorprenderá a muchos. El incremento del gasto público contracíclico consiguió este efecto, pues en 2019 el gasto público de España se situaba en algo más del 40% del PIB.

El segundo elemento clave es la financiación del mismo. España tiene un sistema fiscal muy frágil y lleno de agujeros, ampliamente evaluados por la AIReF, que supone que nuestros ingresos fiscales se sitúen, históricamente, por debajo de la media de la Unión Europea. España tiene un problema de ingresos fiscales insuficientes para financiar todas las políticas públicas que quiere poner en marcha, y su déficit estructural -aquel que no depende de la coyuntura, sino de su posición a largo plazo- permanece muy alto. En 2022 se presentó un amplio informe para hacer frente a la reforma tributaria, pero no se puso en marcha. El sistema tributario en españa está hecho a base de parches y ninguno de los dos grandes partidos a acometido una verdadera reforma en profundidad, aunque ambos encargaron informes a equipos de especialistas, que luego no ejecutaron.

Dado que tenemos un gasto público alto y unos ingresos fiscales bajos, España ha tenido que recurrir habitualmente a la deuda pública, particularmente en los últimos 15 años, donde, debido a decisiones equivocadas, como recetar austeridad en tiempos de recesión y bajar impuestos en tiempos de expansión económica, llegó a acumular un 100% de deuda pública. La crisis del COVID terminó de rematar nuestra deuda pública y por primera vez en nuestra historia se situó por encima del 120%, aunque posteriormente se ha reducido a un ritmo más que notable, situándose en estos momentos en el 112% del PIB. La deuda es relevante sobre todo porque reduce el espacio fiscal existente para reaccionar en futuras crisis, y también porque su coste puede suponer un drenaje de recursos públicos en el futuro. Afortunadamente una prudente gestión de las emisiones de deuda y el apoyo del Banco Central Europeo hace que la deuda no suponga ahora mismo una amenaza: España está pagando, de promedio, un tipo de interés equivalente al 1,9%, por debajo del tipo de interés que se pagaba en 2019, y con una prima de riesgo que se sitúa en 105 puntos básicos, lejos de los mínimos de hace un par de años pero también muy lejos de los máximos que llegaron a situarse en 650 puntos básicos en 2012.

Así, el próximo gobierno de España tendrá que enfrentarse a un sector público con un gasto elevado debido a las diferentes crisis económicas, un déficit estructural que no remite -aunque sí lo haga el déficit anual- y una deuda pública alta pero con sus efectos más negativos relativamente bajo control. Pero la pregunta del millón no es esta. La pregunta del millón -o mejor, del medio billón- es si este gasto público es eficaz y eficiente. Y la respuesta es que, siendo honestos, debemos declararnos agnósticos. Las metodologías para examinar la eficiencia y eficacia del gasto público son muy poco precisas, y suelen ser campo de cultivo para el populismo más rampante (como aquél que señala “el gasto político” como el principal problema de nuestro país), pero la ausencia de una verdadera cultura de la evaluación de resultados y políticas, la ausencia de ambición en la reforma de las administraciones públicas y la falta de transparencia y pedagogía pública en torno a los componentes, objetivos y resultados de las políticas públicas generan un enorme agujero por el que se cuelan todos los vendedores de crecepelo fiscal que pueblan nuestro país. Sea cual sea el color del próximo gobierno, la reforma del sector público, la reforma fiscal y la apuesta por fortalecer la cultura de la evaluación de las políticas públicas será el mejor antídoto contra los zahoríes que propugnan estados mínimos para asumir los importantes retos que tenemos por delante.