Hace alrededor de 30 años que se impuso en el marco de las políticas económicas el principio de independencia de los bancos centrales. Su papel, el de coordinar la política monetaria utilizando para ello diferentes instrumentos, se ha cumplido razonablemente bien, evitando la aparición de grandes variaciones de precios y eliminando de nuestras vidas el riesgo de la hiperinflación, que tanto daño hizo en los años ochenta a buena parte de los países latinoamericanos y que, precisamente por no respetar esta independencia, se repite cada poco tiempo en muchos de ellos.

La independencia del banco central se supone orientada a preservar su objetivo fundamental, que no es otro que garantizar la estabilidad de precios en el medio y largo plazo, a través de la determinación de un tipo de interés de referencia que se transmite al mercado a través de los denominados mecanismos de transmisión de la política económica. La crisis financiera de 2008-2012 trajo consigo el límite de esta política, al alcanzar los tipos de interés la frontera del 0%, e incluso manteniendo tipos negativos para las reservas no obligatorias. Sin embargo, y pese a esa política acomodaticia, la inflación no ha repuntado durante toda la década, y los niveles de actividad se mantienen lejos del output potencial. Así, los bancos centrales experimentaron nuevas opciones de política económica, como el Quantitative Easing, o la compra masiva de títulos del sector público y de grandes empresas para lograr bajar los tipos de interés a largo plazo y favorecer la inversión y la recuperación económica. Pese a la existencia de críticas, las evaluaciones desarrolladas plantean que el QE ha sido un instrumento adecuado, que ha permitido mejorar el clima de inversión, y, muy particularmente, mantener las primas de riesgo de los países altamente endeudados dentro de límites razonables. Hoy España, por ejemplo, paga por su deuda un porcentaje del PIB que es la mitad del pagado en 2012, aunque tengamos una deuda pública un 40% superior a la de aquellos momentos.

Pero en el éxito de la independencia de los bancos centrales recae también su principal riesgo a medio y largo plazo: la aparición de la denominada política macroprudencial, como nuevo elemento de política económica, viene determinada por los esfuerzos de las autoridades para mantener la estabilidad en el sistema financiero, de manera que su papel hoy es crecientemente relevante. El reto fundamental es que esta política se ha encargado, de nuevo a los bancos centrales, que ven cómo se incrementa su grado de responsabilidad, aumentando también los instrumentos a su disposición para poner hacer efectivas las políticas que tiene bajo su responsabilidad.

Esta ampliación de los mandatos de los bancos centrales ha hecho que algunos especialistas se pregunten hasta qué punto la independencia debe ser completa, cuando los factores relacionados con la estabilidad financiera tienen un marcado carácter político. Pepe Fernández Albertos ha reflexionado sobre esta realidad, señalando que esta independencia está sometida al juego político. Otros autores señalan que el riesgo de obtener resultados subóptimos es elevado. 

La situación se complica todavía más cuando los bancos centrales se ven sometidos a una revisión de sus mandatos para incorporar nuevos objetivos, vinculados a la desigualdad o al cambio climático. En este último caso, la reflexión desarrollada por el Banco Central Europeo ha estado dirigida a incorporar el cambio climático como una variable más en su política monetaria y macroprudencial, en una reflexión que ha sugerido por ejemplo la idea de establecer una valoración ajustada al riesgo climático de los activos financieros, o la compra de determinados títulos verdes para su política monetaria.

Sin entrar en el fondo de la conveniencia de utilizar uno u otro instrumento -todos tienen sus pros y contras- lo relevante de este proceso es que la lista de “funciones” a las que debe someterse un banco central no deja de incrementarse (estabilidad de precios, pleno empleo, estabilidad financiera, ahora lucha contra la desigualdad o contra el cambio climático…) mientras su independencia permanece, al menos en términos formales, totalmente intacta, y mientras la política fiscal está constreñida por la alta deuda. Y mientras esa sobrecarga de funciones a los bancos centrales se incrementa, se hace cada vez más evidente la necesidad de mejorar su coordinación con la política fiscal, porque la política monetaria, por si sola, no puede salvar el mundo. Lo que se consideró una manera de evitar el predominio de la política fiscal sobre la monetaria, se ha convertido en una barrera que requiere de una mayor reflexión a la luz del papel jugado por los bancos centrales en los últimos años.

Nuestras economías tienen graves problemas y la política monetaria, por si sola, no los va a poder resolver. Quizá sería interesante reflexionar sobre un nuevo marco de coordinación entre la política fiscal y la monetaria. El debate se está reabriendo y merece la pena hacerlo sin prejuicios y sin tirar el niño con el agua sucia. Si la independencia de los bancos centrales es un bien a proteger, quizá no sea buena idea sobrecargarlos de responsabilidades en la definición de la política económica. Bien al contrario, quizá deberíamos terminar de repensar en el cuadro completo de políticas económicas para evitar que esta independencia termine difuminada y deje de ser funcional a su objetivo principal.