Una de las sorpresas de la política económica global del primer trimestre del año ha sido la serie de decisiones económicas tomadas por el recién estrenado presidente de Estados Unidos de América, Joe Biden. El que fuera vicepresidente con Barack Obama, ha sorprendido a propios y extraños con un programa económico mucho más ambicioso y, de alguna manera, progresista.

De esta manera, Biden ha lanzado ya un programa de estímulo fiscal de hasta 1,9 billones de dólares, una cifra que ha sido calificada como “excesiva” por una parte de los analistas económicos más proclives a defender el estímulo económico (como el francés Olivier Blanchard), dirigido fundamentalmente a reactivar la economía norteamericana a través de pagos directos de hasta 1400 dólares para personas más necesitadas, la ampliación de la cobertura por desempleo hasta 300 dólares, apoyo a las escuelas de hasta 170.000 millones de dólares, 350.000 millones para las comunidades locales y apoyo a las empresas y hasta 190.000 millones para acelerar el programa de vacunación. Se trata, sin duda, del paquete de estímulo más grande de la historia reciente del país, multiplicando por más de dos la cifra lanzada por Obama en 2009.

Los efectos esperados de este paquete de estímulos son motivo de cierta controversia en la comunidad de economistas. Así, algunos -como el ya señalado Olivier Blanchard, pero también Larry Summers, que lleva tiempo defendiendo la necesidad de realizar inversiones en infraestructruras para mejorar el crecimiento a largo plazo- han advertido de que el programa incrementará notablemente la inflación en el país y no tendrá los efectos de recuperación de la actividad económica previstos inicialmente. Por otro lado, otros economistas, como Paul Krugman, ha saludado el programa como una iniciativa que, lejos de generar una inflación excesiva, permitirá recuperar la actividad económica perdida por la crisis de la Covid-19.

Las diferencias entre el programa Next Generation de la Unión Europea y el paquete de estímulo de Biden son notables. Mientras el primero está inicialmente destinado a promover una transformación de las economías europeas, el programa norteamericano tiene un importante componente contracíclico que se echa en falta en la propuesta europea, más destinada a mejorar el crecimiento potencial que ha estabilizar la economía tras la recesión del año pasado. De esta manera, una parte muy importante de los fondos irá directamente a las familias más pobres, buscando incrementar no solo la renta disponible y el consumo, sino también reducir la pobreza y la desigualdad. No es el caso del programa europeo, que no contempla el apoyo de rentas, sino sólo inversiones a largo plazo.

Este primer paquete ha sido seguido por un segundo programa de inversiones en infraestructuras, de 2 billones de dólares adicionales, dirigido a mejorar las infraestructruras del país, de manera que Joe Biden, un demócrata identificado con el Establishment norteamericano, es probablemente el presidente más activista en materia de política económica desde hace décadas.

La apuesta por los programas de estímulo y de infraestructuras se ha complementado con el giro en materia de política fiscal. Hace unos días, Janet Yellen, la Secretaria del Tesoro, anunció una iniciativa para incrementar el impuesto de sociedades y desbloquear las negociaciones en el marco del G20 para establecer una tasa global en impuesto de sociedades, con independencia del país donde se desarrolle su actividad económica. Biden ha perdido también la batalla de establecer un salario mínimo de 15 dólares/hora, pero no parece haber decidido tirar la toalla sobre este particular y es bastante probable que vuelva a intentarlo.

Los avances en política social y en derechos laborales en Estados Unidos, así como el tamaño de los estímulos fiscales, no se pueden comparar con la realidad europea. En Estados Unidos, el presupuesto público destinado a protección social supone alrededor del 7,8% del PIB, muy lejos del promedio de la Unión Europea. Los instrumentos contra cíclicos existentes en Europa en materia de protección de desempleo y de rentas están integrados en nuestro sistema de bienestar social, a través de los denominados “estabilizadores automáticos” que no hace falta “activar” en cada ocasión. De esta manera, aunque las cifras que se están manejando para el estímulo norteamericano parecen mareantes, la verdadera comparación debería hacerse sobre los gastos públicos consolidados, dentro y fuera del paquete de estímulo, para cada función económica (desempleo, educación, salud, etc). Un ejercicio que requiere de mayor espacio y reflexión. Valga por el momento tomar en consideración que, aunque Biden es, hasta el momento, el presidente estadounidense que está desarrollando la política más progresista de las últimas 5 décadas, está lejos todavía de los estándares sobre los que los europeos construimos nuestros estados sociales, que, como en otras ocasiones, han sido la primera línea de defensa (insuficiente, sin duda, pero no por ello menos necesaria) contra los efectos económicos y sociales de la pandemia.

Joe Biden está apoyando el giro progresista en la política económica, y si consolida este giro, soplará viento favorable para otros cambios de política económica como las que hace tiempo promueven el Fondo Monetario Internacional o la OCDE. Eso serán buenas noticias para el conjunto del planeta y, sobre todo, para los estadounidenses con peores niveles de vida. El nuevo presidente debe ser muy ambicioso y rápido en sus propuestas, porque los retos que tiene por delante son todavía muy importantes.