El pasado viernes, el juzgado de lo contencioso número 24 de Madrid atendió la petición de un grupo de organizaciones ecologistas para suspender cautelarmente la moratoria de las sanciones por acceder a la zona de tráfico restringido de Madrid Central. Esta noticia echa por tierra, al menos de momento, una de las decisiones más polémicas del nuevo ayuntamiento de Madrid,  gobernado por los tres partidos políticos que más firmemente se opusieron a dicha medida cuando se instauró.

Desde su concepción, Madrid Central ha sido uno de los ejes fundamentales del debate político de la ciudad. Antes de su instauración, Madrid no había sido capaz de controlar adecuadamente sus niveles de emisiones de partículas y la calidad de su aire, y aunque se había desarrollado toda una nueva estrategia de movilidad y un nuevo protocolo anticontaminación, España estaba permanentemente amenazada por sanciones de la Unión Europea debido a su falta de políticas en materia de calidad del aire. La puesta en marcha de Madrid Central permitió eludir esas sanciones, aunque lamentablemente la falta de tiempo suficiente para que se noten los efectos de la medida hace que sea muy difícil obtener datos comparables a largo plazo sobre su eficiencia e impacto.

Las medidas de control del tráfico en las grandes ciudades no son nuevas: de hecho, en la Unión Europea son cientos las ciudades que tienen algún esquema de restricción del tráfico. De acuerdo con las estimaciones realizadas por la Comisión Europea para la puesta en marcha de la directiva de aire limpio, hace ahora 15 años, el coste económico de los problemas de salud generados por la contaminación del aire ascendía, en aquél momento, a una cifra de entre 427.000 y 790.000 millones de euros al año en toda la Unión Europea. Los esquemas de restricción pueden basarse en diferentes modelos: desde el pago de peajes para entrar en las ciudades, las restricciones de circulación a vehículos en función de su matrícula, o la puesta en marcha de zonas de bajas emisiones.

La eficacia de estas medidas está basada en la evidencia: en un estudio firmado por tres investigadores de la universidad de Davis, las restricciones de tráfico son eficaces para la reducción de la contaminación aérea cuando son permanentes y cuando el tamaño del área que cubren las restricciones es lo suficientemente amplia.

El impacto de estas medidas sólo se desarrolla adecuadamente a largo plazo: a corto plazo las reducciones de emisiones en las zonas afectadas son una consecuencia lógica: una parte de ellas desaparece por el uso del transporte público, otras emisiones pueden desplazarse a zonas limítrofes -vehículos que evitan pasar por la zona central pero cuyo destino es otro- y otras no se reducen, por estar producidas por los vehículos con permisos. Pero a largo plazo, las restricciones de tráfico reducen los incentivos al uso del vehículo privado y aumentan el atractivo de los medios de transporte menos contaminantes, afectando de esta manera a toda la ciudad. En la medida en que las restricciones al tráfico se consolidan, los efectos terminan afectando a la dinámica de la ciudad, incluyendo las decisiones de acceso a la vivienda y las condiciones del urbanismo del área metropolitana. Cuando es difícil trasladarse hasta el trabajo en transporte privado, el atractivo de vivir alejado del mismo se reduce y se incrementa la demanda de viviendas más cercanas al trabajo.

Este proceso sería una transición sin sobresaltos si no fuera por que el cambio de modelo implica a las dos adquisiciones más “estables” que suelen hacer las familias: los vehículos tienen una vida útil promedio de doce años, y las viviendas en propiedad implican periodos superiores, con una hipoteca promedio de 18 años. En otras palabras, las decisiones tomadas respecto de dónde vive y cómo se traslada una familia son decisiones tomadas a largo plazo, y los cambios a corto plazo actúan sobre tendencias que cuesta mucho modificar, generando largos períodos de adaptación.

La construcción de ciudades centradas en el uso de los automóviles ha sido uno de los principales fenómenos urbanísticos del siglo XX: la extensión del modelo de ciudad difusa, con grandes áreas residenciales que no se conciben sin el transporte privado, son uno de los grandes retos ambientales y sociales de nuestra era. De acuerdo con la Agencia Europea del Medio Ambiente, el 90% del desarrollo urbano de las ciudades europeas dede 1950 se ha generado en áreas residenciales de baja densidad. Sus efectos sobre el medio ambiente son evidentes:  Barcelona y Atlanta tienen aproximadamente la misma población, pero Atlanta genera diez veces más gases de efecto invernadero, precisamente por el modelo urbanístico y de ciudad extensa basada en áreas funcionales separadas -urbanizaciones, centros comerciales, zonas de “negocios”- que obligan al uso del automóvil,  mientras que Barcelona prima el uso mixto del territorio en una ciudad moderadamente compacta, que facilita los desplazamientos en transporte público o a pie. El automóvil eléctrico no solventa el problema: si la energía que carga las baterías proviene de centrales alimentadas con combustibles fósiles, lo único que haremos será trasladar el problema de un lugar a otro.

En definitiva, actuar sobre las emisiones y sobre la salud de las ciudades necesita un intervención no sólo sobre el uso del vehículo privado, sino sobre la planificación urbana y el modelo de ciudad. El establecimiento de restricciones al tráfico es necesario, pero no suficiente, y sus efectos sólo se notarán a largo plazo. Palabras que caerán mal a los gestores públicos que han basado su acceso al poder municipal en la demagogia y el populismo de más baja estopa, y que ahora tienen que hacer frente a su irresponsabilidad.