La apertura de la Presidencia Española del Consejo de la Unión Europea es un buen momento para reflexionar sobre la situación estratégica de España en el continente. Para España, la integración en la Unión Europea fue, durante buena parte del siglo XX, un objetivo de país, aunque no se activó hasta que no llegó la transición y la democracia. Finalmente, en 1986, España accedió a las entonces Comunidades Europeas, donde ha jugado siempre, con independencia del color del gobierno que hubiera en la Moncloa, un papel de impulsor de la integración europea. Así, ya en el Tratado de Maastrich, España jugó un papel importante en la definición del concepto de Ciudadanía Europea, y habría que apuntarle al gobierno de Felipe González la promoción del Fondo de Cohesión. También fue una importante aportación española la puesta en marcha de la política europea hacia América Latina y el impulso decidido en la dimensión de la denominada en 1995 Asociación Euromediterránea, un proceso de cooperación con los países de la ribera del sur que, pese a su potencialidad, no dio los resultados necesarios según transcurrían los años.

España ha aportado a lo grandes debates de la Unión Europea, pero también se ha beneficiado enormemente de la misma. La política de cohesión, que incluyó el Fondo Social Europeo, el Fondo Europeo de Desarrollo Regional, el Fondo de Cohesión y el más reciente Mecanismo de Recuperación y Resiliencia. Las aportaciones de estos fondos a la modernización española son indudables, pues han intervenido en prácticamente todas las grande infraestructuras de nuestro país, incluyendo el despliegue del AVE, terminales aeroportuarias, modernización de la red viaria, y avances en la cobertura de banda ancha. Peores resultados hemos obtenido en los rubros relaciondos con la formación del capital humano y los fondos destinados a la innovación. Pese a lo que se ha publicado, históricamente España ha tenido una alta capacidad de absorción de lo fondos, estando siempre en las primeras posiciones no sólo en el uso de los fondo de cohesión, sino también en el uso del Fondo Europeo de Inversiones Estratégicas, lanzado por la Comisión Juncker en 2014 e inicialmente conocido como “Plan Juncker”. De nuevo, en cuando al Fondo de Recuperación, estamos en primera posición en avance de inversiones y reformas.

Con todo, pesa sobre nuestro país una imagen de posición subalterna respecto del centro de Europa: formamos parte del grupo denominado muy despectivamente “PIGS”, que incluye a Portugal, Italia, Grecia y España, países con un menor desarrollo estructural, peores registros fiscales y altos niveles de deuda. Esta posición subalterna estalló en los años de la crisis financiera de 2010 a 2012, y terminó con la petición de un rescate parcial para reestructurar nuestro sistema financiero. La crisis hizo su trabajo, y la Unión Europea pagó su precio en materia de apoyo social. Así, España, un país tradicionalmente europeísta, está viendo cómo las posiciones respecto de la Unión Europea se polarizan, con más personas apoyando una visión positiva de la Unión Europea, pero también más personas apoyando una visión negativa. En España, el 13% de la población tienen una visión negativa, un punto más que en 2019, pero cuatro puntos menos de la media europea, que se sitúa en el 17%. Al mismo tiempo, un 43% tiene una visión positiva, subiendo dos puntos desde 2019, pero por debajo también de la media europea (45%). En definitiva, parece que el romance de los españoles con la Unión Europea se acabó hace tiempo. En 2007, los españoles que tenían una percepción positiva de la Unión Europea se situaban en el 60%.

Con este historial, el principal objetivo estratégico de España debería ser dejar de ser un país subalterno y apostar por posicionarse como uno de los motores de la integración europea, pero para “sentarnos en la mesa de los mayores”, y poder hablar con autoridad, necesitamos presentarnos con nuestras cuentas fiscales en orden y con un mejor desempeño en materia de productividad y competitividad. Si dejamos de lado el Mecanismo de Recuperación y Resiliencia, España debería haber sido ya “contribuyente neto” en el presupuesto europeo. Y debería hacer valer esa posición, ahora que es la cuarta economía de la Unión Europea, tras la salida del Reino Unido.

Pero “hacer bien los deberes” no es suficiente para ser uno de los motores de la integración. También hay que tener impulso e ideas que poner encima de la mesa, algo que en el caso de nuestro país no ha sido muy habitual hasta hace bien poco. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, España juega un importante papel en aspectos clave como la política de seguridad, la propia concreción del Mecanismo de Recuperación, y la reforma de las reglas fiscales, uno de los dosieres deberá gestionar en lo próximos meses. Lo hemos hecho con iniciativa y presentando posiciones propias o, mucho mejor, compartidas con otros países con los que nuestra tradición ha sido más de desencuentro que de acuerdo, como es el caso de Países Bajos.

En principio, este tema de la política europea no debería ocupar mucho espacio en el debate electoral, pues, afortunadamente, y salvo desviaciones realmente poco significativas, tanto el PSOE como el PP han mantenido un rumbo muy compartido en términos de la defensa del modelo de Unión Europea y de los intereses de España dentro de ella. Quizá lo más relevante no sea la orientación -donde hay un importante consenso en líneas generales- sino la intensidad. González, Sánchez y Aznar fueron muy proactivos en política europea, haciendo hueco para situar sus prioridades en la agenda europea. Zapatero y Rajoy fueron menos proactivos, debido, entre otras cosas, a la posición de debilidad que les tocó gestionar. En definitiva, que más que la orientación, puede ser importante la intensidad de la apuesta por situar a España como uno de los grandes países de la Unión. La situación varía en cualquier caso ahora que hay partidos que, con capacidad y vocación de entrar en los gobiernos autonómicos o en el gobierno de la Nación, son abiertamente escépticos respecto de la integración europea, algo que no se demuestra sólo en los discursos en los mítines, sino en la diligencia en la adopción de las normas y orientaciones que emanan de la Unión cuando recaen en sus responsabilidades autonómicas.

Si España comienza a echar el freno de mano en la transposición de las directivas, o si comenzamos a tomar decisiones que implican multas y reproches por parte de la Comisión o el Tribunal de Justicia, corremos el riesgo de desperdiciar la reputación que tanto nos ha costado ganar como un país fiable, serio y comprometido con la construcción europea. Esta presidencia podría ser un importante impulso para avanzar en la dirección de reforzar nuestra posición, pero, al final, todo va a depender de la reputación que nos labramos en el medio y largo plazo.