Decía Felix Ovejero que todo lo que no sea apretar un botón y satisfacer todos nuestros deseos y necesidades es justificación suficiente para hablar de la parte vacía de la botella. Incluso llegando a esa utopía de la cornucopia ilimitada, habría quien objetara que apretar el botón de los deseos ilimitados debería ser motivo de crítica. Como eso no va a ocurrir, siempre hay espacio de mejora en la economía de cualquier país.

Los economistas sortean este maleficio hablando de la frontera de posibilidades de producción: entendiendo la economía como la combinación de dos bienes -cañones y mantequilla- una sociedad puede producir un máximo de cañones o un máximo de mantequilla, y la línea que une esos dos máximos se conoce como la frontera de posibilidades de producción. Cualquier punto dentro de esa frontera es ineficiente, cualquier punto fuera de la misma es imposible de alcanzar. El propósito de la política económica es ampliar esa frontera, para poder producir cada vez más mantequilla o más cañones. Lo cierto es que ninguna economía se encuentra sobre esa frontera, pues los costes de transacción, las fricciones del sistema o las pequeñas ineficiencias acumuladas hacen que sea prácticamente imposible alcanzar ese ideal.

Así, la economía es esa disciplina en la que nunca se puede alcanzar la perfección y, por lo tanto, siempre hay motivo para la crítica y la circunspección severa. Si además sabemos que la economía, como cualquier cosa en nuestra sociedad, responde a dinámicas complejas donde lo que mejora por un lado empeora por otro, la gestión de la misma se hace efectivamente compleja de la misma manera. No hay una gestión unívoca y comúnmente aceptada de lo que es una “buena gestión macroeconómica”, aunque tenemos estándares que creemos que se acercan a la misma: estabilidad de precios y fiscal, pleno empleo, crecimiento económico y baja desigualdad. Pocas o ninguna economía se encuentra en esa “frontera” y la mayoría deben hacer frente a diferentes decisiones que pueden tomar la forma de trade-off (cuando priorizamos una variable para sacrificar otra) o incluso de trilemas (cuando tenemos que decidir priorizar dos variables a expensas de una tercera). La priorización de unas u otras variables y sus instrumentos económicos asociados no depende estrictamente de la economía, sino de la filosofía moral -qué consideramos una buena sociedad- y de la política -cómo hacemos esa buena sociedad realidad. Así, todas las reformas suelen tener ganadores y perdedores y el reparto de los costes y beneficios no lo decide la economía. La economía como disciplina lo único que puede hacer es determinar con cierta claridad quien asume el coste de cada reforma y quien sale beneficiado, a sabiendas de que las reformas que son positivas para todo el mundo suelen ser la menos -aunque también la hay. En economía, todo coste es coste de oportunidad, y el hecho de estar mirando las el cielo tumbado en un prado una noche estrellada de primavera tiene el coste de no estar descansando lo suficiente, de no leer o de no estudiar…para un economista, la vida es coste, o, como dice un afamado -y magnífico- blog, nada es gratis.

Así, en la reforma de pensiones, del mercado laboral, en las subidas del SMI, la política impositiva o cualquier otra reforma que se precie, se encuentra con este dilema: hay beneficios y costes, y hay ganadores y perdedores. Determinar quien cae a cada lado y proponer compensaciones es lo que pueden hacer los economistas. Decidir si las reformas se llevan a cabo y si se debe compensar a quienes pierden con las mismas es tarea de la política, no de la economía.

La determinación de los efectos distributivos de las medidas de política económica no es tarea sencilla, pero es esencial si queremos que nuestras decisiones estén adecuadamente informadas. También puede ocurrir que medidas que generan costes ahora supongan beneficios en el futuro, y viceversa. Un economista honesto no debería esconder ni unos ni otros, sino evaluar el impacto de las medidas desde una perspectiva general, y atendiendo también a la aceptabilidad social de las mismas. Si un economista sólo habla de las ventajas o de las desventajas de una medida, está actuando de parte y se está centrando en la parte medio llena o medio vacía de la botella.

Lamentablemente, estamos en un mundo donde el debate económico se desarrolla, en demasiadas ocasiones, en esos términos. Cuando una medida económica nos gusta, glosamos sus ventajas y virtudes. Cuando no nos gusta, maximizamos sus impactos negativos para convertirla en inaceptable. Esa decisión no tiene tanto que ver con la economía, sino con la ideología personal de cada uno de los economistas, que todos, hasta el que más reitera su apego a la ciencia y a la neutralidad del método, tienen. ¿Significa esto que todo vale? En absoluto. Se pueden defender diferentes posiciones desde el más absoluto de los rigores metodológicos, porque la economía lo que proporciona son herramientas para interpretar la realidad, no una guía inamovible para dirigir nuestras sociedades. Pero lo que no se puede hacer -o no se debería poder hacer- es estirar y retorcer los conceptos económicos hasta el punto de que digan lo que deseamos que digan.

¿Hay solución? ¿Dónde está el punto óptimo de esta reflexión? Quien escribe estas líneas no lo sabe y no cree que encuentre la respuesta. Pero quizá sería interesante recuperar algunas de las palabras de Amartya Sen, premio Nobel de economía y notable filósofo moral, cuando insistía en que el diálogo entre la economía y la ética debería ser más fluido y consistente: si la economía se basa en tomar decisiones sobre bienes escasos susceptibles de usos alternativos -según una de sus definiciones más clásicas- la ética y la filosofía política deberían estar presentes en la sala cuando se toman esas decisiones. ¿Lo están? Juzguen los lectores según sus propios criterios.