El pasado 24 de febrero, se cumplió un año de la invasión rusa en Ucrania. Lo que, a juicio de los estrategas de Putin, iba a ser una operación rápida y efectiva, se ha convertido, con el paso del tiempo, en una guerra de posiciones que ha trastocado gran parte del escenario internacional, de manera que el mundo en el que vivimos hoy poco o nada tiene que ver con lo que esperábamos en la salida de la pandemia. La economía no ha sido ajena a este proceso y, aunque mucho de lo que ha ocurrido se apuntaba de manera implícita en los meses anteriores a la invasión, lo cierto es que la guerra, como ocurrió con la pandemia, ha servido para acelerar notablemente estas tendencias.

La primera de las tendencias, muy claramente identificada por la ciudadanía, es el auge de la inflación. Los precios ya venían subiendo desde mediados de 2021, en buena medida debido a los cuellos de botella generados en la reactivación económica tras el parón pandémico, pero el incremento de los precios del gas y el petróleo supuso un auge inesperado y la persistencia, más allá de lo esperado, de una inflación que se consideraba transitoria. La inflación de los precios energéticos se ha terminado trasladando a los precios de producción y hoy, pese a que los precios de la energía están en niveles muy similares a los previos a la guerra, el precio de los alimentos sigue estando notablemente por encima de lo esperable.

La segunda de las tendencias es el fin de la era de tipos de interés bajos. Los bancos centrales han incrementado sus tipos de interés, con el objetivo de contribuir a evitar una escalada de precios. Los resultados de estas subidas, que parece que todavía no han terminado, avanzan en una ralentización del crecimiento económico (que ha caído notablemente desde las previsiones pre-guerra), un encarecimiento del crédito y un empobrecimiento adicional de las familias endeudadas, que están viendo como sus hipotecas han crecido en los últimos meses debido al incremento del EURIBOR, tasa de referencia para la mayoría de este tipo de créditos. La efectividad de esta política monetaria está todavía en entredicho, y, aunque los bancos centrales esperan seguir subiendo tipos en los próximos meses, todo parece indicar que nos encontraríamos cerca del tope.

La tercera tendencia acelerada es la búsqueda de la autonomía estratégica por parte de las grandes áreas económicas. Europa se ha esforzado en reducir su dependencia de la energía rusa, al tiempo que se buscan alternativas a la dependencia de materias primas y tecnología proveniente de China. La primacía de la geopolítica frente al libre comercio todavía no ha afectado gravemente al comercio internacional, pero todo parece indicar que avanzamos en el sentido de reducir nuestra dependencia del comercio internacional. Hoy, nadie quiere depender de socios poco fiables, y la desconfianza se incrementa por momentos en la medida en que el mundo se ha fragmentado entre seguidores de la estrategia occidental -gran parte, pero no toda, la comunidad internacional-, seguidores de la estrategia rusa -una parte menor- y un notable número de países -alrededor del 25% del PIB mundial- que se declaran escépticos de los esfuerzos occidentales por aislar a Rusia, siendo el principal de estos países la propia China. Volvemos a un mundo donde el comercio se va a concentrar en los países “amigos”, algo que va a reconfigurar buena parte de las cadenas globales de suministro.

La cuarta tendencia reseñable es la vuelta de la política industrial a las claras. Estados Unidos ha lanzado su estrategia industrial de subvenciones a la producción verde en su territorio, algo que será contestado por el Green Deal industrial de la Unión Europea, con sus propios límites. Al tiempo, países como España han regulado -con gran acierto- el precio del mercado eléctrico, mientras otros países ensayan nuevas medidas de control de precios en determinadas materias y mercados. Esta vuelta a la política industrial se complementa con lo ya avanzado, en materia de intervención pública, tras la pandemia y la puesta en marcha del Next Generation en la fase de recuperación.

En definitiva, nos encontramos con un nuevo escenario conformado por estos cuatro elementos: altos precios, tipos de interés al alza, regresión de la globalización comercial e intervención activa de los gobiernos en la sociedad. Un escenario que comparte similitudes con la economía política de la guerra fría de mediados del siglo XX, pero que está atravesada por nuevas realidades como la emergencia climática, la revolución digital y el incremento de las desigualdades sociales. Con estas similitudes y estas diferencias, las economías occidentales están aprendiendo a marchas forzadas a replantearse el marco de su política económica, que no llega a ser, totalmente, una economía de guerra, pero que tampoco es, ni mucho menos, una economía de paz. A lo más que podemos aspirar es a preservar la cohesión social para que esta nueva situación, que parece se va a prolongar todavía un tiempo, no termine de erosionar las bases sociales de nuestras democracias, bastante tocadas ya. Veremos, pero nos toca actuar rápido.