La semana pasada, el gobierno presentó su acuerdo con sindicatos y patronal sobre el futuro de las pensiones. El acuerdo, planteado como un consenso generado en el contexto del diálogo social, establecía los elementos básicos de una futura reforma del sistema de pensiones de nuestro país, incluyendo, como elementos básicos, la financiación del sistema a través de impuestos, el establecimiento de incentivos para alargar la vida laboral y atrasar la jubilación, eliminando además el factor de sostenibilidad, un parámetro que ajustaba la cuantía de las pensiones a la evolución de la esperanza de vida. Un acuerdo considerado insuficiente por gran parte de los expertos, que solicitan una revisión en profundidad del sistema, y que ha sido también contestado por una parte de la oposición, que se ha agarrado a la ausencia de solidaridad intergeneracional que ofrece el acuerdo.

El esquema general del acuerdo, al que debemos considerar un buen principio, no modifica sustancialmente los pilares de nuestro sistema de reparto: las pensiones seguirán siendo financiadas por contribuciones de la población ocupada, y se complementará con impuestos durante el tiempo en que el sistema sea deficitario. Esta situación afecta fundamentalmente a los nacidos entre los años 60 y 70, la mayoría de ellos todavía en activo, intentando de esta manera “cuadrar el círculo” de nuestro sistema.

Las razones de las dificultades que España afronta en materia de pensiones son bien conocidas. La primera y principal, una pirámide poblacional envejecida hace que nuestra tasa de dependencia sea una de las más altas de la OCDE, de manera que hoy hay un pensionista por cada tres personas en activo, y que, de mantener la actual tendencia, llegará a que en 2050 haya un pensionista por cada 1,5 personas en activo. Esta tasa de dependencia es la más alta de toda la OCDE junto con la de Japón. En otras palabras: hoy se paga la pensión de nuestros mayores con las aportaciones con las contribuciones de dos afilados a la seguridad social. En 2050, cada pensión será soportada por las contribuciones de menos de dos trabajadores. Los números no cuadran en absoluto, máxime si tenemos en cuenta que hace ya tiempo que la pensión media es superior al salario promedio de las personas que entran en el mercado laboral. Hoy en día, las contribuciones realizadas a lo largo de la vida laboral sólo cubren 12 años desde la edad de jubilación. Si tenemos en cuenta que la esperanza de vida de alguien con 65 años se sitúa, de promedio en los 20 años -es decir, quien ha llegado a los 65 tiene una esperanza de vida de hasta 85 años-, nos encontramos con nuestras cotizaciones sociales apenas cubren el 60% de los costes esperados de nuestras pensiones. 

Los expertos admiten que sólo una reducción de la tasa de sustitución podría resolver esta ecuación: la tasa de sustitución es del 84%, mientras que el promedio de la OCDE es del 58%, esto es, un pensionista recibe, en España, una pensión mucho más generosa que la que se recibe en nuestro entorno. La medida, lógicamente, es impopular, además de ser poco justificable en aquellos que ya no tienen margen para incrementar sus ahorros. Porque hoy un trabajador de 40 años tiene todavía margen para incrementar su ahorro si sabe que la pensión que reciba será insuficiente, pero un trabajador de más 55 años tiene ya muy poco margen para ahorrar. Así que cualquier reforma tiene que plantearse con un margen suficiente como para que las personas puedan tomar decisiones informadas sobre su futuro.

El recurso a los impuestos es otra salida que contiene también un elemento de equidad. Durante décadas, la seguridad social ha sido el principal mecanismo de financiación de buena parte de nuestro gasto social, laminando los fondos de suficiencia del sistema, y evitando la necesidad de una subida de los impuestos directos e indirectos. De esta manera, de haberse dedicado las cotizaciones a financiar pensiones, y no los denominados gastos impropios, en 2017 la “hucha” de las pensiones tendría 850.000 millones de euros, suficiente para complementar las cotizaciones y hacer frente a las necesidades financieras del sistema durante años. En otras palabras: si en su día se evitó subir impuestos para utilizar las cotizaciones, ahora podría parecer razonable usarlos para paliar las insuficiencias del sistema. El problema de este enfoque es que erosiona el principio de contributividad del sistema, en la medida en que una parte de las pensiones futuras ya no dependerá de las aportaciones presentes, sino de los mecanismos impositivos existentes en cada momento. Un sistema que es el utilizado en muchos países de nuestro entorno, como el Reino Unido o Dinamarca, donde los impuestos son la principal fuente de financiación y donde la tasa de sustitución es menor -muy menor en el caso del Reino Unido, con un 28% de promedio, y algo menor en Dinamarca, con una tasa del 70%.

Pero, en definitiva, hay que resolver el nudo gordiano, aunque se nos olvida, en muchas ocasiones, que la solución al actual sistema no está sólo en los cálculos aritméticos que se hagan dentro del registro de entradas y salidas del sistema. Sin abordar los problemas de crecimiento de la productividad, sin mejorar nuestro mercado de trabajo para ampliar la base de cotizaciones, y sin hacer frente al reto demográfico, el sistema de pensiones, tal y como lo conocemos, tendrá difícil solución a medio y largo plazo. En un país donde los mayores de 65 años suponen una base electoral muy sólida, plantear una reforma “de una vez” del sistema de pensiones es prácticamente imposible. Así que la decisión de ir avanzando en reformas parciales es una buena opción, siempre y cuando esa decisión se plantee siguiendo una agenda que sí cubra todos los problemas del sistema, y donde esa reforma sea acompañada por otras reformas estructurales que contribuyan a solucionar el origen del problema, que no es otro que un mercado laboral poco dinámico, con bajos salarios y baja productividad, y con vidas laborales cuajadas de precariedad y desempleo.