Hoy día el barullo es tremendo. Esto de Internet ha traído tanta cosa nueva que a veces no sabemos donde está la línea que separa los buenos actos de los malos. Desde luego que existen hechos tan vergonzosos o dolosos para terceros cometidos en la Red que no admiten discusión. Pero hay otros que, en principio, pueden presentarse como algo tenebroso sin que exista culpa en sus autores. Es algo parecido a una azada. Para los que no son de pueblo les diré que se trata de un utensilio destinado a remover la tierra, que ha visto correr por su largo mango de madera el sudor de muchas generaciones de trabajadores del campo. Hay que concretar que, si es fabricada con un tamaño considerable, debe denominarse azadón. Al menos así era por mi tierra. Una herramienta que ha labrado los campos de España durante siglos, también ha sido utilizada con cierta tradición para dirimir disputas de lo más cotidiano. Generalmente el uso de la azada en medio de una bronca terminaba con el óbito de alguno de los contendientes, y la entrada en la cárcel o huida al monte más cercano, que en Tierra de Campos, por ejemplo, es ninguno, del otro actor. Hay una regla para todos estos incidentes: en ninguno de ellos la azada fue acusada, ni siquiera de complicidad en el delito, ni se buscó al inventor para darle lo suyo.

En estos tiempos complicados que vivimos, diseñar una aplicación que permita compartir archivos en Internet puede hacer que acabes con tus huesos delante del juez. La sencillez de la herramienta, al igual que básica es la azada, no exime a los malintencionados de hacer un uso execrable de la misma. De esta manera, autores y discográficas han perdido millones gracias a la facilidad con que las canciones vuelan entre ordenadores a través de las llamadas aplicaciones P2P. El daño ha sido tremendo, y no reconocerlo nos aleja de la realidad que necesitamos para ponerle solución, y desde luego esta no llegará haciendo saltar por los aires la regla que da título a esta columna, acusando al inventor de la herramienta. Mucho se ha escrito sobre ese futuro al que tienen derecho los creadores, y no es otro que poder vivir de su obra, y "compartirla" sólo cuando así lo decida como legítimo dueño. Ese futuro, que yo deseo ver cuanto antes, no llegará pasando por la piedra al inventor de la azada y, como hemos comprobado estos días, los jueces tampoco parecen contemplarlo como una opción. Los que se enriquecen distribuyendo sin permiso lo que está protegido por la propiedad intelectual deben responder por ello ante quien corresponda, y la ley dar una cobertura eficaz para que así sea. Hasta la fecha, ni una cosa ni la otra parecen estar cerca de producirse.

Ion Antolín Llorente es periodista y blogger
En Twitter @ionantolin