Yo, aunque ustedes no lo crean, nunca fui un alumno ejemplar; tanto es así que repetí octavo de EGB. En mi casa, la verdad sea dicha, no había libros por encima de las mesas, ni periódicos arrugados en las bolsas de la basura; ni tan siquiera tuve primos arquitectos, médicos o abogados. Mi familia era – y es – una familia de orígenes humildes. Gente pobre – como diría mi abuelo si levantara la cabeza – pero trabajadora y honesta como ninguna. A pesar de la escasa cultura que reinaba en los intramuros de la casa, mi padre siempre admiraba – y admira – a la gente con estudios. La admiraba, cierto, porque por circunstancias de la vida – que diría el maestro Gasset si nos oyera -, desde muy jovencito, tuvo que "menar" para ganarse el pan de los suyos. "Menar" es una palabra muy común entre los vecinos de mi pueblo. Significa – en la jerga de Callosa – dar vueltas a la "Mena" para elaborar los hilos del cáñamo, materia prima de las alpargatas. El cáñamo fue la industria "buque insignia" del municipio. Cuentan las lenguas del ayer, que el cáñamo daba de comer a miles de familias callosinas en la Hispania del Caudillo. Así, tanto mi padre como casi toda su generación, el que más y el que menos, tiene callos en las plantas de las manos, de tantas vueltas y vueltas que le dieron a la "Mena". Eran tiempos de hambre y miseria donde la preocupación de la gente no era si subía o bajaba la prima de riesgo; o si la deuda pública se pagaba o se alargaba; ni tan siquiera preocupaba si votar a Pedro Pablo Iglesias. Lo que de verdad preocupaba a esa gente, de las tripas del franquismo, era que sus pulmones no enfermaran ante los ojos de la "Mena".

Todos los domingos, mi suegro – un octogenario de sangre republicana – me cuenta cómo los suyos lucharon ante los avatares de la guerra. Tanto él como su padre tuvieron que emigrar, desde muy jovencitos, a las tierras de Granada. Me cuenta, que en aquellos años - de la España en blanco y negro, de curas y manguillos -, no era raro el día que pasaran ataúdes por las orillas del Genil. Ataúdes blancos con cadáveres infantiles, casi todos fallecidos en las frías noches de enero. La vida, me cuenta mi suegro: era – y es – un camino de rosas para unos pocos, y una senda de espinas para los pobres, la mayoría. Algunos domingos, después de comer, cuando él mira las sobras en los platos, nos suele decir aquello de: "¡como se nota que no habéis pasado hambre en tiempos de la guerra!". Y a partir de ahí, nos cuenta – una y otra vez – lo que él y su padre hacían para comer en la España del Caudillo. Nos cuenta que había días que comían pieles de patatas con pan y medallones. Los medallones eran las huellas que dejaban las boquillas de las botellas de aceite en el pan cuando eran golpeadas para extraer sus últimas gotas; lo mismo que hacen, ahora, los jóvenes con el Ketchup cuando comen en el McDonald's. Me cuenta mi suegro lo mal que lo pasaron cuando él y los suyos fueron a París en búsqueda de trabajo. Sin saber ni pío de francés, sin cultura y con telarañas en los bolsillos; no os podéis ni imaginar – cito sus palabras – lo que costaba a una familia de analfabetos comer un plato de fideos en los suburbios parisinos.

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